Columna de Ascanio Cavallo: Belisario
¿Será esa la definición de un hombre de Estado? ¿O es la del caballero? Quizás por eso siempre fue raro nombrarlo por su apellido. Era más singular y contundente lo otro: Belisario. Con ese nombre se extingue ahora otro retazo de la transición.
Explorando la figura a veces enigmática de Carlos III, escribe G.K. Chesterton: “Era un caballero, y un caballero es, desde el principio de los tiempos, alguien que obedece a extraños estatutos que no constan en ningún manual y que practica extrañas virtudes sin nombre”. Belisario Velasco era un caballero, un hombre que en vez de manual tenía intuición y un político cuyas virtudes eran extrañas, como por ejemplo la rectitud.
Velasco fue el primer funcionario de la democracia recobrada, en los tensos días de marzo de 1990. Y también fue el último de la dictadura, como le decían sus amigos en plan pesado. ¿Por qué? Porque Pinochet debió firmar el decreto que lo habilitaba, en tanto subsecretario del Interior, para formalizar el traspaso del mando y los juramentos de presidente y ministros. Alguien con vocación de profeta se habría horrorizado de ser nombrado por el capitán general. Pero Velasco sabía muy bien que en los hombres que anteponen la vocación de profeta muchas veces habita también la vocación de no ser seres humanos, como intuyó George Orwell en su ensayo sobre Gandhi.
No Velasco, de ninguna manera Velasco. Es probable que Aylwin, que nunca estuvo en el mismo bando que Velasco dentro de la guerra endémica de facciones de la Democracia Cristiana, haya ponderado su reconocida sangre fría, su aspecto tranquilo y hasta algo flojo, su indiferencia hacia la banalidad igual que hacia la pompa, para encargarle la primera tarea difícil de su gobierno. Ser nombrado por Pinochet.
Pinochet tenía su propia historia con Velasco. Casi 30 años antes, la hija mayor del general, Lucía, había sido secretaria privada de Velasco cuando era gerente general de la Empresa de Comercio Agrícola, bajo el gobierno de Eduardo Frei Montalva. Algunas de esas tardes de los años 60 el general pasaba a buscar a su hija y allí había cruzado sus primeras gentilezas con el político al que pocos años después enviaría relegado dos veces, primero a Putre y después a Parinacota, y dos veces más arrestaría en los regimientos Buin y Tacna. Eran las violentas vueltas de la vida de unos años violentos.
Frei Montalva tampoco estaba en el sector de Velasco, que por esos años siempre prefirió a Radomiro Tomic y Bernardo Leighton, las figuras de la izquierda del partido. Pero Frei también sabía que sería un funcionario leal. Lo que no podía saber es que años más tarde, a fines de los 80, apoyaría la candidatura prematura de su hijo, Eduardo Frei-Tagle, no la de Aylwin, y que se convertiría en uno de sus amigos dilectos.
Hasta hace poco, Velasco caminaba las cuatro cuadras que separaban su casa de la del expresidente para conversar de política. Ambos estuvieron de acuerdo en rechazar el texto que la Convención Constitucional le propuso al país. Pero ninguno pudo impedir el lento desangramiento del partido al que entregaron sus vidas. Es posible que la última tristeza de Belisario Velasco fuese ver el estado ruinoso de la DC en sus años invernales.
¿Estaba esa destrucción larvada desde los orígenes mismos de la DC? Eso diría cualquier determinista, los que creen en alguna forma del destino, sacramental o materialista. A Belisario Velasco se lo recuerda a menudo como uno de los 13 firmantes de la carta que el 13 de septiembre de 1973 repudió el Golpe militar, contraviniendo la declaración que había emitido el día anterior la directiva vigente. Fue un momento difícil y acaso heroico, pero al menos Velasco sabía que la política, como la vida, no está hecha de momentos infinitos ni totales, momentos “inconmensurables”, como los llamó el filósofo Charles Taylor, sino de sucesos cambiantes, volátiles, hasta reversibles. Tener la razón una vez no significa quedársela para siempre.
Después se peleó con esa misma directiva -la de Patricio Aylwin, desde luego- por el grado de atrevimiento que debía tener la Radio Balmaceda. Como prueba de que la verdad era esquiva, la discusión la zanjó la dictadura, que sencillamente clausuró y confiscó la radio. Alguien diría que esas eran buenas razones para no volver a cruzar palabra con Aylwin. No Velasco, nunca Velasco.
La otra tarea difícil, más difícil y menos simbólica que la de la firma del decreto, era asumir como subsecretario del Interior en una transición que se iniciaba con tres grupos embarcados en la lucha armada, tres fragmentos que creían que transición remaba más con traición que con revolución, para los cuales no había diferencia entre el gobierno de Aylwin y el de Pinochet. El radicalismo político es así: nunca distingue entre fondo y forma, sufre de un tipo de estrabismo que le impide separar perspectivas.
La izquierda de la Concertación creyó que esos grupos se disolverían con el solo esplendor de la democracia, aunque estuviera poblada de limitaciones. No es claro que Velasco haya compartido esa idea; parece más bien improbable, porque en su manual invisible no figuraba la candidez. Al contrario: era astuto, observador, suspicaz. Y entendía que, en su cargo, debía cautelar el orden público, porque sin eso no habría transición, ni vigilada ni libérrima.
En todo caso, el asesinato de Jaime Guzmán lo cambió todo. El Presidente Aylwin decidió enfrentar ese estridente desafío con toda la fuerza del Estado. Belisario Velasco quedaría en la primera fila, y no le gustó nada -porque entre sus extrañas virtudes no figuraba la de compartir la responsabilidad- la creación del aparato que sería conocido como “La Oficina”, cuya misión principal consistiría en infiltrar y cooptar a los militantes insurgentes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, el MAPU Lautaro y los restos del MIR. Compitió con ella, devolvió golpe por golpe y trastada por trastada, y terminó, sin quererlo, formando parte de esa pinza que redujo a escombros a las tres organizaciones antes del fin del cuatrienio. No se puede decir que quienes lo ayudaron en esas tareas fuesen todos trigos limpios. Pero Velasco sabía que, en política, cada tarea tiene su moral y se agota antes de que afecte la moral general.
No era todo. Al mismo tiempo hubo que hallar, en esa Moneda vacía que le entregaron en marzo, los micrófonos ocultos, los aparatos escondidos cuya otra punta iba a dar, en casi todos los casos, a la Dirección de Inteligencia del Ejército. Nunca habló mucho sobre esto. En general, nunca se le dio mucho la vanagloria.
En el 2006, cuando aún sentía que debía dar señales de autoridad, la Presidenta Michelle Bachelet despidió en tiempo récord a su ministro del Interior, Andrés Zaldívar, y nombró a Velasco en el que sería su último cargo público de alta visibilidad. Pero Velasco se enfrentó al ministro de Hacienda, tuvo roces con otros miembros del gabinete, chocó con el equipo de asesores y, por fin, se opuso al lanzamiento del Transantiago. Esa fue su última lucha. La Presidenta no volvió a responderle el teléfono y Velasco le entregó su renuncia por carta. Muchos testigos coinciden en que la Presidenta llegó a detestar, no su firmeza de planteamientos, sino su sangre fría, su aparente indiferencia. Exasperante para un gobierno nervioso.
¿Será esa la definición de un hombre de Estado? ¿O es la del caballero? Quizás por eso siempre fue raro nombrarlo por su apellido. Era más singular y contundente lo otro: Belisario. Con ese nombre se extingue ahora otro retazo de la transición.
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