El sistema internacional está en ruinas. Desde la Segunda Guerra Mundial, nadie había vivido una situación semejante. Aun en los peores momentos de la Guerra Fría, cada Estado podía refugiarse en su propio bloque de países -la OTAN, el Pacto de Varsovia, los No Alineados- y, en último caso, echar mano a la ONU. La pandemia ha esfumado a la ONU como actor político. Su brazo técnico para este caso, la OMS, difícilmente se recuperará del zarpazo que le ha dado Donald Trump al recortar en enero un 50% y ahora poner en suspenso sus aportes financieros.
Para decirlo todo, ese golpe es solo la lápida plantada sobre una casi inconcebible cadena de errores y contradicciones que la OMS ha cometido por sí misma o, lo que sería peor, por una sospechosa coincidencia con los intereses del gobierno chino, empezando por la dilación en enviar una comisión científica para analizar lo que estaba sucediendo en Wuhan. En el mundo diplomático se ha convertido en una broma decir que un gobierno tiene una felicitación de la OMS. Todos los gobiernos han sido felicitados por la OMS.
El ambiente multilateral venía cojeando desde antes del Covid-19. El aislacionismo de Trump y su desprecio masivo a todas las instituciones del orden mundial fue uno de sus desgarros más extensos, en el que se han cobijado después los autoritarismos del más diverso signo, desde Turquía hasta Venezuela, desde Hungría hasta Irán. A ese monumental destrozo se suma el de la Unión Europea, el principal sueño de la posguerra, desbaratado por el Brexit, por la contención de la inmigración africana y hasta por los separatismos subnacionales, como los de Cataluña, Escocia y el norte italiano.
Todo lo increíble está sucediendo en este vacío institucional. Ha resurgido el mundo corsario, que hasta el siglo XIX eran las naves al corso, esto es, con patentes de sus gobiernos y autorización para asaltar. En distintos aeropuertos, varios países han sufrido la confiscación de insumos médicos ya adquiridos, y hasta hay un avión que fue desviado con su carga hacia un destino misterioso. Un ventilador mecánico tiene hoy el valor de un arma e, igual que esta, necesita toda clase de autorizaciones gubernamentales para ir de un punto a otro. Una tarea que las cancillerías no esperaban tener es la de establecer ahora rutas seguras para transportar materiales médicos. El mundo parece haberse convertido en un gigantesco golfo de Adén.
Ni la ONU ni la OMS han cumplido con el mínimo para una pandemia: fijar los estándares de medición. ¿Qué es un testeo eficiente? ¿Cuántos días dura una cuarentena? ¿Qué se entiende por muerte por Covid-19? ¿Qué se considera recuperación, asepsia, inmunidad? Por inaudito que parezca, estos criterios no han sido uniformados y cada país ocupa los que se le ocurren… o los que mejor convienen a su gobierno. Esto explica y alimenta la tentación de algunos gobiernos de compararse con otros para confirmarse a sí mismos. Todo el campo está libre. Aquí se halla el origen del absurdo rifirrafe entre Argentina y Chile, iniciado con unas declaraciones del novel Presidente Alberto Fernández sobre sus vecinos y terminado con la filtración de un documento chileno que lo contradecía. Cosas como esa han ocurrido casi a diario en todas las latitudes.
¿Y América Latina? ¿Peor, igual? La OEA se sumergió en una reñida elección de su secretario general mientras el Covid-19 escalaba por el hemisferio. Los países miembros se pusieron a cerrar puertos y aeropuertos prácticamente sin consultas y algunos hasta bloquearon el retorno de sus connacionales, lo que motivó un severo reclamo de la comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, uno de los pocos organismos que se han mantenido en estado de alerta.
De todo el entramado de alianzas y subalianzas que se tejió en el hemisferio desde los tiempos de Hugo Chávez, nada ha quedado en pie; o, como mínimo, nada está resultando útil. Los únicos grupos que han mantenido algún nivel de diálogo son el Mercosur -el más antiguo después de la OEA- y Prosur -el más nuevo, sin Venezuela-, que ha conseguido organizar cuatro teleconferencias entre presidentes y ministros de Salud. Para tratarse de una crisis sanitaria global, entre poco y nada.
Pero, además, dada la disparidad en las formas de medir la expansión y el posible control de la pandemia, estas conversaciones han tenido escasa utilidad en cuanto a compartir conocimientos; apenas han servido para resolver problemas de tránsito o de controles fronterizos. En la mayor parte de América Latina, los ministerios de Relaciones Exteriores han tenido que hacerse cargo de resolver problemas creados por los ministerios de Interior, Seguridad o Defensa.
Estos son tipos de fenómenos que solo se producen en las guerras. La del Covid-19 es una guerra singularísima: el enemigo no respeta fronteras, carece de armas masivas y no sigue líneas ideológicas. Y a pesar de eso, las fronteras se han cerrado, los ciudadanos están confinados y cada quien cree confirmar que su modelo ideológico es el mejor antídoto. El caso es que esta no será la última epidemia -quizás ni siquiera la peor- y el mundo está respondiendo con su célula básica, los estados, cada uno para sí y que se apiaden de los demás.
Hasta aquí, solo Alemania y Francia se han puesto a la cabeza de una iniciativa global, denominada Alianza por el Multilateralismo, cuyo propósito es reparar el tejido roto por las reacciones individuales a la pandemia. Debutó esta semana con una teleconferencia, lo que parece la metáfora de un momento en que el mundo ha retrocedido hasta el siglo XIX con los instrumentos del siglo XXI.