Hacia el final de su notable novela El sueño de la historia (2000), que relata las desventuras del arquitecto Joaquín Toesca en el Chile colonial, Jorge Edwards imagina a un grupo de “sesudos” que, mientras esperan la llegada de San Martín y O’Higgins para celebrar su triunfo en Maipú, discuten “sobre la Constitución que habría que darse, y si convenía más la forma de gobierno federativa o la unitaria, y si había que establecer un voto censitario o permitir que votaran todos…”. Es 1818 y ya los “sesudos” chilenos se permiten especular y disentir sobre su futura organización. Edwards, el más preclaro de nuestros escritores, mira con ironía el efecto frontera de la situación: poner fin a un régimen, iniciar otro.

Las sociedades se lo pasan en eso. Así crecen y así decaen. Muchas, con violencia. La constitucionalitis chilena tiene también estas dos caras: parece inagotable, pero también la forma más civilizada de canalizar la discrepancia social. Todas las constituciones de Chile han sido impugnadas, con diverso grado de intensidad, desde 1818 (o antes, 1811) en adelante. Siempre hubo grupos que deseaban cambiarlas, como si con ellas fuese a cambiar el país. Pamplinas. Algunas duraron meses; la más larga llegó a los 91 años.

Esta es la primera lección que debe aceptar el Consejo Constitucional instalado el miércoles pasado: no hay Constitución eterna, no hay Constitución perfecta. La Constitución no suspende el disenso, ni acaba con las injusticias, ni instaura ninguna moral. Sólo crea normas para la convivencia, en una sociedad donde muchos no quieren convivir con los otros.

La segunda lección es el acto mismo de instalación, un reflejo invertido de todo lo que pasó en la fallida Convención Constitucional, para bien y para mal. Esa inversión total, material, simbólica, formal, estructural, incluye a la presidenta del Consejo, Beatriz Hevia, una mujer de 30 años que tendrá que pasar su vida de adulta a la sombra de lo que su pequeña y circunspecta asamblea haya producido.

De puro no pensar en ello, el Partido Republicano asume la más pesada de las responsabilidades de su breve historia: en ella se juega su supervivencia y su posibilidad de liderar al país. Si falla, quizás no sufra el final sulfúrico de la Lista del Pueblo, pero entrará en la chancadora de los partidos fallidos. El impecable discurso del Presidente Boric -impecable en brevedad y precisión- advirtió sobre los riesgos institucionales envueltos en esa responsabilidad: esta es la última, no habrá otra. Y esta vez no se culpará a su gobierno ni a sus coaliciones.

Tampoco es imaginable una derecha que, no habiendo conseguido todo lo que quiera, invente un imbunche tipo “apruebo para reformar” o cualquier otra expresión parecidamente poco decorosa. De aquí surge la tercera lección: el mínimo de credibilidad del texto que se produzca es el compromiso de sus participantes, la responsabilidad de hacerlo suyo. Este es el problema del Partido Republicano durante el proceso y será el del Partido Comunista al final, enfrentado a la tentación de llamar a rechazarlo.

Salvo los casos de barbarie manifiesta -la segregación racial, el régimen nazi, los estados totalitarios, los terroristas-, los cambios constitucionales no apuntan hacia atrás, no buscan reponer un paraíso perdido: buscan avanzar, anticiparse incluso a lo poco que se alcanza a vislumbrar del futuro. Mal va un partido cualquiera que, teniendo una posición hegemónica, crea que se trata de asegurar fuentes de poder con base en el pasado. La izquierda ya probó el sabor amargo de esa idea en la Convención pasada. Niklas Luhmann, estudioso de lo que llama el “código” democrático, lo ha descrito así: “El problema de la democracia reside en ver qué tan amplio es el espectro de temas que puede ser acogido de forma efectiva por el esquema gobierno-oposición y por la estructura de la diferenciación partidista”. Se puede cambiar la palabra “democracia” por “Constitución” para que quede más claro. Esta es la cuarta lección. Hay cosas, y no pocas, que no caben en el esquema gobierno-oposición, sea porque son personales, sea porque son inmensas.

Y la quinta: para Aristóteles, el Consejo estaría dentro de los grupos en los que es posible deliberar (no concebía asambleas mucho más grandes). Pero sigue siendo un grupo en el que habrá más desacuerdos que acuerdos, como ocurre en el país. En vez de aceptarlos, la Convención quiso resolverlos mediante la logorrea: 388 artículos y 56 disposiciones transitorias. Chile tiene muy pocos acuerdos y suele ponerlos, además, al borde del precipicio. Un Consejo Constitucional sólo puede identificar unos pocos, ojalá los esenciales.

El broche es una persona, que estaba presente en la sesión de instalación, un poco asombrada de que se hubiese llegado a esto después de un proceso tan ríspido. Era el presidente del Senado, Juan Antonio Coloma. Hace 46 años, en 1977, Coloma fue designado representante juvenil en el Consejo de Estado que estudiaría… una nueva Constitución. ¿Lo habrá notado Beatriz Hevia, lo sabrán otros consejeros? Uno se puede pasar la vida discutiendo constituciones.