El fantasma que recorre el mundo de la ciencia política de hoy se llama polarización. No es un fenómeno circunscrito a un país, ni a una región, ni siquiera a un continente: ha contaminado a zonas muy distintas del planeta. Su resultado visible es un incremento de las tensiones sociales -de allí la emergencia de “estallidos” en diversos países- y, sobre todo, de un tipo de radicalismo político que reivindica la intolerancia. Lo único que hay en común es que afecta especialmente a las democracias.
“La democracia está bajo ataque a nivel global”: así comienza el último libro del excanciller Heraldo Muñoz, Democracias en peligro (Catalonia, 2023), que abunda en antecedentes acerca del “retroceso democrático” que también vive América Latina. Ese retroceso se expresa no sólo en el avance de las autocracias, sino en el deterioro de la convivencia en casi todas las escalas. Peter Turchin, especialista en cliodinámica (o dinámica de la historia), observa en Final de partida (Debate, 2024) que en Estados Unidos se repiten las condiciones que llevaron a la Guerra Civil de 1861.
¿No serán exageraciones? ¿O visiones interesadas, que disfrazan su origen conservador? ¿Cómo se puede generalizar sobre situaciones que son tan diversas?
Hablando hace unos días en Santiago por invitación de la Fundación Luksic, la decana de Gobierno de Oxford, Ngaire Woods, repasó cinco elementos que, a su juicio, están en la base de la extraña etapa de polarización por la que atraviesa el mundo.
El primero es lo que llamó “fractura de los intereses sociales”. Las demandas sociales han perdido sus componentes de universalidad, generalidad e igualdad. Numerosos grupos, organizados en torno a intereses particulares, pugnan en un mismo espacio por imponer sus propias necesidades, incluso cuando es visible que no pueden ser satisfechas sin perjudicar a otros. Las sociedades no deben excluir a las minorías, pero menos pueden vivir sólo para las minorías. El tribalismo abre la primera puerta a la polarización.
La decana Woods ubica en segundo lugar “el colapso del conocimiento compartido”. El ataque contra la idea de la verdad y, luego, de las certezas científicas, adquirió un volumen masivo en la filosofía occidental después de la Segunda Guerra Mundial y hoy campea en las aulas universitarias como si él mismo, el rechazo a la idea de verdad, fuese en sí la única verdad inconmovible. Creer en algún estatuto de verdad se ha convertido en un anacronismo de la Ilustración y la modernidad. Allí nacen los “hechos alternativos” de Trump, por ejemplo, o del matrimonio Ortega-Murillo en Nicaragua. Esta tendencia se ha potenciado con las redes digitales, donde la responsabilidad ni siquiera compite con la posibilidad del anonimato.
Al tercer elemento Woods lo designa como “el efecto Covid extendido”: en todo el mundo, los niños que fueron recluidos durante la pandemia no han regresado a sus colegios de manera completamente normal: hay más ausentismo y más deserciones. El daño de la educación ha sido agravado por la pérdida masiva de otros espacios de socialización, como plazas y parques, que fueron cerrados primero con motivos sanitarios y más tarde de seguridad. La arquiatría que impuso sus reglas epidémicas ha tenido por principal víctima a la infancia en su primera necesidad: vivir en comunidad. El miedo médico al otro se ha prolongado como miedo al otro sin apellidos.
El cuarto puesto es para “el estrechamiento de la sensación de pertenencia”. Woods menciona una encuesta en la que se ha preguntado al entrevistado si estaría dispuesto a ayudar a alguien en problemas: sólo un 20% respondió que sí. La confianza interpersonal se ha desplomado, como efecto de numerosos factores; el resultado común es que pocos se sienten parte de comunidades amplias y restringen su idea de pertenencia a grupos en los que no hay desacuerdo ni disidencia. Este es el reverso del primer elemento; la diferencia es que alimenta las formas de secesionismo político y social.
Como último factor, Woods incluye “la desconfianza en los gobiernos”, no importa si son de derecha o de izquierda. Tal vez Freud tenía razón cuando decía que las dos tareas humanas “imposibles”, que siempre acaban en frustración, son la educación y el gobierno. Decir que la democracia representativa está agotada no es sólo una moda; más a menudo es un deseo. Por eso los gobiernos democráticos son inmovilizados por las posiciones extremas, la “cuarta generación de la ultraderecha” (según el especialista Cas Mudde) o la última mutación de la izquierda revolucionaria.
Algunos pensadores y políticos han glorificado la polarización desde tiempos antiguos y hay quienes la consideran incluso el motor principal de la política. Hasta que les toca sufrirla. En el siglo XVIII, cuando escribió que “a imitación de Saturno, la revolución devora a sus hijos”, Jacques Mallet du Pan había vivido dos revoluciones. Era testigo de que esa gloria máxima de la polaridad no es muy gloriosa ni muy leal.
Un mundo amenazado, por acá y por allá.