Columna de Ascanio Cavallo: El acertijo presidencial
¿Para qué puede querer alguien postular a la Presidencia de la República? Esta solía ser la meta más alta de cualquier persona con ambiciones políticas. No es que eso se haya esfumado. Pero ser elegido Presidente en el 2021 será la cosa más rara de la historia de Chile. Veamos.
Un año con 10 elecciones tenía que ser uno de asombro. Hay varias cosas que ya se registran en ese catálogo. Pero quizás lo más asombroso está por venir y tendrá que ver, muy probablemente, con esas próximas elecciones, las del 21 de noviembre. O, más precisamente, la manera en que esos resultados se cruzan y entrecruzan con las decisiones que pueda tomar la Convención Constitucional.
Es obvio que la Convención tiene la facultad de modificar el régimen de gobierno y también, como correctamente dijo el vicepresidente Jaime Bassa, de cambiar la duración y hasta el estatuto de la Presidencia de la República. Bassa fue duramente criticado por plantear un tema “inoportuno”, pero lo cierto es más bien lo contrario: es sobre esta base de información que conviene llegar a estas elecciones. No es que le convenga a él o a su sector: les conviene a la ciudadanía y a los propios candidatos.
Junto con esta afirmación se ha anunciado -y tampoco podría ser de otra manera- que la discusión sobre tales asuntos será posterior al 21 de noviembre. Eso significa que se iniciará cuando ya estén elegidos la mitad del Senado y la totalidad de la Cámara de Diputados. Y, si se sigue el patrón de las últimas cinco elecciones, también los dos finalistas para la segunda vuelta presidencial del 19 de diciembre.
Podría ser que la Convención decidiera que el futuro régimen de gobierno será, por ejemplo, semipresidencial o parlamentario. En este caso, personas que fueron elegidas para una función específica -la del Congreso como sede legislativa- queden habilitadas para ejercer tareas enteramente distintas, como las del Poder Ejecutivo. En el caso del parlamentarismo serían, además, ministros.
Si la Convención decidiera que, además, el Congreso será unicameral, tendrá que desaparecer el Senado. Como parece absurdo que se devuelvan a sus casas los vencedores de una dura lucha electoral, como son siempre las senatoriales, es probable que se abra una segunda discusión, sobre el carácter provisional de estos elegidos, y sobre una distinta duración de su mandato. Rebote inmediato: sería preciso iniciar otro debate paralelo respecto de la naturaleza de los diputados vencedores en la misma elección. Con una pregunta muy desagradable: ¿Qué vale más, un senador o un diputado?
Algunos suponen por adelantado que para los electores es más o menos indiferente el tipo de funciones que tienen diputados y senadores. Y es verdad que la pandemia, los estados de emergencia y la superación de facto de lo que eran “facultades exclusivas” de la Presidencia han aumentado la confusión sobre esas funciones. Pero suponer un votante constantemente desinformado, desinteresado y extraviado no sólo no es muy sano, sino que pone en cuestión a todas las autoridades de elección popular. Es peligroso suponer que la democracia es el imperio del cretinismo.
La elección de la mitad del Senado de este año compromete -si se siguen los datos del 2013, similar a la de noviembre- una población habilitada de casi 10 millones, de los que ese año votaron 4,8 millones. En cuanto a la Cámara, el padrón del 2017 llegaba a 14,3 millones de habilitados, de los que votaron 6,6 millones. Es difícil imaginar que estas magnitudes de voluntades puedan ser alteradas manteniendo una perfecta tranquilidad social. Ni siquiera el bajo prestigio del Parlamento justificaría un asalto semejante a la voluntad de los votantes.
El caso presidencial es bastante peor. Ni siquiera hablemos todavía de atribuciones. Para limitarse sólo a la duración del mandato, ¿lo acortará, lo extenderá o lo dejará en suspenso la Convención? ¿Y hará cualquiera de esas cosas según le guste o disguste la persona elegida a una mayoría de sus miembros? Con alta abstención, aquí se trata de no menos de siete u ocho millones de votantes, lo que significa que una mayoría estrecha se alcanza con cerca de cuatro millones de votos. ¿Es verosímil que una alteración sustancial del mandato se pueda ejercer en contra de esta masa ciudadana sin que se produzca una altísima tensión social?
Y luego, ¿que una persona elegida en esas condiciones acepte pasivamente que se modifiquen o mutilen sus facultades? Un candidato presidencial triunfante es o se convierte, como se escribió alguna vez, en un tiburón blanco. No es ni tan fácil resistirlo ni desafiarlo como a un presidente ya deteriorado por el ejercicio del poder.
No es una ecuación nada fácil, ni con el Congreso ni con la Presidencia. Ambas instituciones están fundadas en normas -como todas, transformables-, pero también por la historia, la tradición y la práctica política. Nada de eso se ha volatilizado, por mucho que las encuestas las apaleen.
Quienesquiera que sean los elegidos en estos meses, formarán parte de los pilares del régimen democrático, con al menos la misma legitimidad que todas las autoridades elegidas durante este año. Esto hace suponer que el verdadero aterrizaje de la Convención no está ocurriendo con los prolegómenos de estos meses -reglamentos, convenciones, normas internas-, sino que se producirá a partir de fines de noviembre, momento en que el debate constitucional entrará en zona de turbulencias antes de su aproximación final.
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