“No tengo la menor idea de qué es eso que llama usted principios. Ignoro dónde se encuentran y no sé quién los posee. Si usted los tiene y es cosa que da apetito y buen humor, me alegro y lo felicito”, hace decir Dickens a Harold Skimpole, el personaje más inútil de La casa lúgubre. Pocas veces se habrá visto en el Parlamento chileno a tanta gente con mucho apetito y muy mal humor como la que estuvo el lunes en la elección de la nueva mesa de la Cámara baja.
El oficialismo logró la hazaña de ganar esa elección después de un fin de semana en la que se abatían sobre su cabeza los peores vaticinios. Triunfo extenuante, sin duda, para la ministra secretaria general de la Presidencia, Ana Lya Uriarte, aunque todavía cabe preguntarse si el consumo de tanta energía política es digno del logro. La presidencia de la Cámara chilena carece de las facultades de muchos otros símiles en sistemas presidenciales o parlamentarios y su principal función es la de conducir y moderar el debate. Su incidencia en las comisiones es mínima. Tiene cierta valiosa atribución disciplinaria.
El diputado Vlado Mirosevic -cuyo partido reconoce filas en el Socialismo Democrático, tras haber dejado el FA- obtuvo la presidencia con los votos justos y en segunda vuelta, y ejercería su cargo por modestos ocho meses. Lo acompañarán en la mesa la diputada RD Catalina Pérez y el independiente Carlos Bianchi, autor de uno de los nonsense históricos del Congreso (“no estoy aquí para salvar al gobierno ni hacer triunfar a la oposición”), que dejó su lugar en el Senado a uno de sus hijos. En cierto modo, es un pionero de la incoherencia parlamentaria, aunque no tanto como para decir que la Cámara se ha “bianchizado” (pero tampoco lo contrario, en su singularísima lógica).
Claro que el período de ocho meses era el que establecía el acuerdo administrativo de marzo pasado, que repartió en seis fragmentos el cuatrienio de la Cámara, el mayor troceo de la institución desde la restauración democrática. Ese acuerdo le daba el primer sexto al PPD y los siguientes al PC, la DC, el Partido de la Gente, el FA y, al final, al mismo Mirosevic. Tras el plebiscito de septiembre, el acuerdo fue desconocido por la DC y el PDG para evitar que asumiera la diputada Karol Cariola, una de las líderes de la campaña por el Apruebo (Mirosevic fue otro).
Luego de que el PC admitiera que se había levantado un veto contra sus militantes, el PDG tuvo la oportunidad de su vida: un partido debutante en el Congreso, con apenas unos meses de existencia, meteóricamente llevado a la cabeza de la Cámara. Es cierto que ni sus dirigentes ni su líder sumido en algún lugar de Alabama, Franco Parisi, tienen experiencia parlamentaria. Pero es que ahora resulta que tampoco conocen a su gente. En unas pocas horas, el PDG pasó de ser el partido con la posición más expectable a una entelequia sin unidad ni rumbo, personas pactando con los mejores postores y detestándose por razones que merecerían el nombre de herméticas si primero no fuesen espurias.
Cuidado. Así como ha estado veleidoso, el electorado también está muy severo. Ahora parece posible que, tal como le pasó a la Lista del Pueblo en la Convención Constitucional, el PDG haya vivido su primer y último coqueteo con el poder. ¿Podría ahora Parisi, su controlador e inspirador, afirmar que ofrece gobernabilidad?
El otro partido que desconoció el acuerdo de marzo, la DC, también tuvo una implosión y sus votos se repartieron de manera más escandalosa que los del PDG. Sólo que la DC no ha hecho más que fraccionarse en los últimos dos años, en la espiral propia de un partido que se desintegra política y moralmente. El último acto de indecoro ha sido la suspensión de un expresidente, Fuad Chahin, a sólo días de la junta nacional, donde podría defender su posición. Ni Lavrenti Beria lo hubiese hecho de modo más bestia.
Lo que ocurre en la Cámara, sin embargo, es mucho más extenso que el espectáculo de estos dos partidos. Casi ningún partido está sólido y unido allá adentro, y las voluptuosas dietas y asignaciones, al principio concebidas correctamente como una barrera contra la corrupción, son ahora parte de la enfermedad. El sistema electoral y las normas sobre cupos independientes dentro de las listas partidarias han puesto lo suyo para convertir las lealtades en negocios políticos. Pocos, demasiado pocos, están atentos a los conflictos de interés con parientes y amigos. El nivel del debate sólo está cautelado hoy -al menos hasta algún punto- por el Senado, el mismo que el proyecto constitucional quería abolir.
Ningún gobierno podría sentirse tranquilo con este panorama. La degradación del Parlamento siempre es un paso en la erosión de la democracia. Pero, además, cualquiera sea la calidad y la intención de los proyectos del Ejecutivo, todos quedan expuestos a ser carneados por la indisciplina, la incoherencia y los intereses particulares, confesados o inconfesables. Negociar en estas condiciones requiere no sólo rudeza, que la ministra Uriarte quizás tenga, sino una vocación algo más oscura. Es un abrazo contagioso.
Nadie está obligado a lo imposible. Pero si hay un servicio de gran magnitud que el diputado Mirosevic le puede prestar al país, no es uno que pase por anuncios resonantes, sino algún esfuerzo, quizás silencioso, por constituir una fuerza, a estas alturas más moral que política, con los que estén disponibles para debatir sin insultos, cumplir los compromisos y legislar de veras. Con menos apetito y mejor humor.