Columna de Ascanio Cavallo: El grado cero de la salud
Ahora es el desconfinamiento. Las autoridades empiezan a liberar a algunas comunas urbanas de las cuarentenas, advirtiendo una y otra vez que pueden volver atrás, como si se estuviera hablando no de una enfermedad, sino de una invasión sobrenatural. Otras tantas comunas siguen, incluyendo algunas que se acercan a batir récords hemisféricos y hasta mundiales. El gobierno ha tratado de darles un alivio más psicológico que práctico diseñando un sistema de fases y un programa que con su compulsión publicitaria denominó “Paso a Paso”. Esta no es una exclusividad, desde luego: es lo que han hecho numerosos gobiernos, aunque el chileno puede ser uno de los pocos en que, casi por semana, ha ido modificando los parámetros “objetivos” para transitar de un paso a otro.
El confinamiento masivo no es una medida médica. Es una medida sanitaria. Por elemental que parezca, es útil mantener esa distinción a la vista. Aún más: es la medida sanitaria en su grado cero. En el confinamiento perfecto nadie se contagia de nada: ni de Covid-19 ni de sarampión, ni de influenza ni de sida, ni siquiera de humor. Si se aplicara a todas los eventos contagiosos que circulan por el planeta, sería permanente. Pero todos los especialistas saben que el confinamiento perfecto no existe: sólo se logra reducir la movilidad. Un estudio reciente de Google muestra que Chile figura entre los países que más han reducido su movilidad, no ahora, sino desde abril.
La pregunta es si se trata de una medida eficaz. Para esto no sirve gran cosa la tasa de contagios, sino la capacidad de daño y la letalidad. La evidencia mundial no es nada concluyente. Muchos científicos dudan hoy que el contagio del Covid-19, si bien muy alto, sea exponencial, como se dijo en forma escalofriante, y las tasas de muerte se estiman en torno a 0,3, nada muy distinto de las gripes. La letalidad es muy alta en el mismo rango donde todas las enfermedades lo son: sobre los 60 años, subiendo por escalafón. A los 90 años llega a 10%, según un estudio presentado por Alexander Galetovic en el Instituto de Ingenieros. Un país que nunca puso cuarentenas, Suecia, admite como único error el descuido de esa población de alto riesgo.
Tampoco el confinamiento sirve tanto para evitar el colapso del sistema de salud, como también se ha dicho con frecuencia. Lo que evita el colapso es aumentar el equipamiento y el personal -lo que se hizo en Chile, con todos los tropiezos y debates conocidos- y promover las medidas de distanciamiento social. Como también anota Galetovic, la experiencia muestra que el distanciamiento funciona antes que las cuarentenas, y éstas no agregan mucho a la reducción del contagio.
Pero si el efecto del distanciamiento como medida sanitaria suscita dudas, no hay ninguna respecto de su impacto societario. En Chile, una generación de estudiantes ha sufrido daños -en muchos casos irreversibles- en sus procesos de aprendizaje o en su paso a la actividad productiva. El teletrabajo es un hallazgo, pero sólo para un 25%, y aun esta cifra es inestable si se tiene en cuenta los efectos de estrés, sobrecarga y desarticulación de la vida privada a que está asociado. Las cifras de violencia intrafamiliar, enfermedades psicológicas y alteraciones en los niños sólo confirman la total anomalía. Desde abril hasta ahora la cesantía cabalga sobre el 12%, más de un millón y medio de personas está sin empleo (despedido o suspendido) y es cada vez más claro que esa fuerza laboral no se restaurará entera ni rápidamente. El volumen de negocios quebrados sólo se conocerá a fines de año, lo mismo que el desempeño de los sistemas de ahorro.
Cada vez es más claro que el confinamiento prolongado ha sido, sobre todo, una medida dictada por el pánico político. Los gobiernos del hemisferio sur, que recibieron la pandemia con tres meses de retraso y un mejor conocimiento del coronavirus, se apresuraron a tomar las mismas decisiones que China casi sin mirar su impacto. Eso está más cerca del miedo que de la epidemiología.
El pánico ha sido representado en estos países por las autoridades locales, los gremios de la salud y algunas organizaciones de la sociedad civil. Ningún gobierno pudo resistirlo y a algunos -como al de Chile- no les vino mal para reponer el orden interno.
Pero ninguna sociedad democrática puede dejar de preguntarse si una medida liberticida y de alta disrupción ha sido razonable, incluso si gran parte del mundo ha sido detenido en condiciones similares.
Claro que el gobierno de Sebastián Piñera tampoco está para eso. Desde octubre pasado vive en un tobogán de impugnaciones, que es la única explicación para la inhibición con que actúan las autoridades sectoriales. Es una timidez que supera a la angustia de una población sometida a una ceguera sin horizontes, ansiosa de asegurar dinero contante. El gobierno tendría que preguntarse: ¿Se atrasó en su apoyo a las familias o más bien les abrió un abismo de incertidumbre?
Ahora se anuncia un fin de las cuarentenas progresivo y moroso, lleno de restricciones, de nuevo sin focalización en los grupos de riesgo: otra zanja oscura, acaso inevitable después de lo que ha ocurrido. Y también porque la amenaza del retroceso -la reimplantación de cuarentenas allí donde se han liberado- parece poco viable, como ha constatado Europa. La discusión sobre la eficacia del confinamiento tomará muchos años, pero se puede apostar a que tomará todavía más que las cuarentenas colectivas vuelvan a repetirse a la escala de hoy.
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