El jueves por la noche sucedió una de esas fracturas que tienen el potencial de alterar el curso de la historia. Hasta esa tarde, era bien sabido que los dirigentes del Partido Demócrata habían rebajado sus expectativas a un mínimo: que el Presidente Joe Biden no cometiera errores flagrantes y que conservara su lucidez durante el primer debate con Donald Trump. No esperaban que ganara, sino simplemente que no perdiera.
CNN acomodó sus reglas, no para favorecer al presidente, sino para evitar que, como es su costumbre, Trump convirtiera el encuentro en una tormenta de interrupciones. Nada sirvió. Los 81 años de Biden se instalaron en su atril con el peso de la muerte. Errores, lapsus, informaciones equivocadas, vacilaciones y -lo más aterrador- momentos en blanco, ese vacío que nunca se sabe si es de la memoria o de la conciencia. El paso inseguro y la voz cansada. El gesto sin energía, el rostro sin humor.
Esa misma noche, Thomas Friedman, de visibles simpatías demócratas, tituló su columna: “El Presidente Biden es mi amigo. Debe retirarse de la carrera”. The Economist escribió: “Un desempeño terrorífico”. Las encuestas -desde mayo favorables a Trump por unos puntos- fueron igual de tajantes: después del debate, la estimación sobre el posible triunfo de Trump en las elecciones de noviembre subió a 60%, mientras que la de Biden se hundió a 30%.
Los debates presidenciales estadounidenses son interesantes sólo para los aficionados, los que, por lo general, se saben de memoria en qué momento Kennedy batió a Nixon, qué le dijo Clinton a Bush o cuál frase de Reagan liquidó a Mondale. El del jueves desborda ese campo limitado. Es posible que, en 60 años, sea el más pavoroso de todos, el único en el que se ha visto a alguien luchando pública y angustiosamente contra su propia ancianidad.
En el Partido Demócrata se abrió una grieta. A un lado, los que creen que Biden es el único capaz de derrotar a Trump, que hay que aguantar el chaparrón y dedicarse a trabajar para triunfar en noviembre; al otro, los que creen que, aun siendo muy tarde, hay que rebarajar la elección y cambiar a Biden -siempre que renuncie él mismo- por un candidato con la energía y la visión para imponerse a Trump.
El primer problema es si existe esa persona. El segundo, si hay tiempo. La Convención Nacional Demócrata que debe confirmar a su candidato está prevista para agosto, tres meses antes de las elecciones. En el Partido Republicano no lo había antes, pero después del jueves no existe la menor posibilidad de que se pare un contendor ante Trump. De modo que para los demócratas, si Biden no renuncia, estos cinco meses serán una agonía; si lo hace, un caos. No hay solución positiva.
No es una situación de la que los demócratas sean inocentes. Biden fue seleccionado en el 2020 para derrotar a Trump, pero nadie pensaba que podía ser el candidato para un segundo mandato. Fue un hombre para la emergencia, no para la eternidad. Cumplidos los cuatro años, con el gobierno a su favor, los demócratas no fueron capaces de construir una alternativa. De modo que su encrucijada actual es también un resultado del desconcierto de esos dirigentes, de su incapacidad para construir una visión clara del mundo y de Estados Unidos. Peor, ante un adversario que tampoco la tiene.
El caso es que hoy Estados Unidos enfrenta una disrupción de escala global: la múltiple amplificación de la tecnología digital, encabezada ahora por la inteligencia artificial; la emergencia climática, con los exiguos avances de las medidas mitigatorias; el debilitamiento de todos los organismos multilaterales; la emergencia de Rusia como un poder imperial en el este de Europa; el continuo crecimiento de flujos migratorios caóticos y angustiosos, y así por delante.
La historia del siglo XX nos enseñó que, no obstante la inigualada importancia del cargo, es posible que la presidencia de Estados Unidos sea ocupada por gentes de pocas luces: entre los republicanos, por ejemplo, Ronald Reagan y George W. Bush, o Harry Truman y Jimmy Carter en el de los demócratas. Todos ellos gobernaron apoyados en los inmensos recursos intelectuales y económicos del que entonces era el país más rico del mundo, el único acreedor universal, y ninguno pretendió convertir sus propias limitaciones en un modelo nacional. Trump no.
Así como en su primer mandato gobernó con la autopercepción de ser el que conoce los mejores trucos, ahora está seguro de sabérselos todos. No acepta ninguna controversia sobre esa certeza. En su mundo no hay cavilaciones significativas ni dudas profundas. No es superfluo, porque para serlo hay que tener algo debajo; debajo de Trump no hay nada, sólo lo que Shakespeare llamó un vacío repleto de “ruido y furia”.
Trump está orgulloso de sí mismo. Como un sujeto moldeado por el dinero y la televisión, cree que todo el mundo blufea, aunque piensa que el mejor blufero del mundo es él mismo. Igual que los forzudos, sólo respeta a otros forzudos; su lado macho sólo se detiene frente a otro macho. Es un hombre peligroso, incluso para quien cree que puede ser su amigo -Putin, por ejemplo-, como siempre lo es un hombre armado.
No es relevante que sea republicano, ni que sea de derecha, ni que defienda tal o cual sistema económico. Ni siquiera que mienta de la manera compulsiva en que lo hace. Es algo más inasible, algo como la pregunta que el novelista Ray Loriga formula sobre uno de sus personajes: “¿Qué maldad se esconde en el alma de quien no se reconoce como uno más entre sus semejantes?”.
El jueves se ha dado un paso más hacia… ¿qué?