Terminado el 11 más largo de las últimas décadas, cabe alegrarse de que las más sombrías perspectivas sobre la violencia no se hayan cumplido; sólo quedó la violencia ritualizada, la misma que todos los años se expresa en los mismos puntos, con las mismas señas y los mismos protagonistas, o quizás herederos de los originales. Para el resto del balance, todavía falta un tiempo.

El fin del 11 abre la pista para la siguiente controversia extrema. El plebiscito constitucional del 17 de diciembre es un evento extremo, porque los plebiscitos tienden a serlo, salvo que el clima en el país sea excepcionalmente constructivo, como ocurrió con el plebiscito de reformas de 1989, olvidado precisamente porque concitó una mayoría abrumadora bajo el auspicio de la restauración democrática. Nadie podría decir que el de diciembre próximo vaya a disfrutar de un ambiente parecido.

La otra razón para que sea extremo es que en el Consejo Constitucional se creó una mayoría tan sorpresiva, que sus adversarios (e incluso sus posibles aliados) aún no parecen convencidos de que eso haya ocurrido. Y es extremo, finalmente, porque el Partido Republicano, a cuya derecha no hay nada más, ha ejercido su hegemonía con sólo algunas, pocas, concesiones.

Al mismo tiempo, quienes crean que el proyecto de Constitución será intragable, corren un alto riesgo apostando al rechazo. Las encuestas actuales todavía son malas consejeras y serán malos aliados quienes fueron estandartes del proceso anterior. Para ese grupo, podría ser una tercera derrota sucesiva, más cerca de la sepultura que del fracaso. Es una encrucijada complicada; cada quien tendrá que calibrar con mucho cuidado el estado de ánimo del país después de un largo calendario de confrontaciones y recuerdos de confrontaciones.

La pregunta inesquivable es por qué Chile ha estado sometido a sobresaltos tan agudos y a opciones tan polarizadas. El estado de crisis se remonta por lo menos hasta el 2019 (algunos creen que más atrás) y no ha cesado de producir convulsiones. Una de ellas fue, nada menos, la elección presidencial del 2021, que supuso conjuntamente el acceso al poder de una nueva generación y un nuevo pathos político. Eso no significa que el gobierno de Gabriel Boric inevitablemente tenga que ser caracterizado como el cuatrienio más polarizado desde 1990, pero, por ahora, hasta los 21 meses que cumplirá en diciembre, sí lo habrá sido.

El fenómeno más significativo ha sido la implosión del centro, ese sector que por casi la mitad de la historia republicana, con la ropa de distintos partidos, equilibró, o moderó, no sólo el debate, sino también la administración de las mayorías. Cada vez que el centro, más grande o más pequeño, se alió con los grupos polares, la izquierda o la derecha, creó las condiciones de gobernabilidad para el siguiente período. Así fue en la mayor parte del siglo XX.

El proceso de deterioro comenzó más o menos en el 2016, en casi perfecta sincronía con lo que estaba ocurriendo en el resto del mundo. Para los grupos situados en los polos, puede haber sido un fenómeno largamente esperado, pero es un hecho que, en Chile como en otras partes, no ha significado primeramente una “agudización de las contradicciones”, sino sobre todo un alto grado de ingobernabilidad. En los parlamentos, la ausencia del centro es a lo menos igual de gravitante que la multiplicación de partidos: la mediación queda entregada, no a unos partidos moderados, sino más bien a partidos que funcionan como “vientres de alquiler” en favor de personas que quieren una vía rápida para ingresar al poder político.

Dado que el fenómeno se repite en sociedades y latitudes muy diferentes, es difícil encontrarle explicaciones abstractas. La implosión del centro ha propiciado dictaduras de izquierda como la del matrimonio Ortega-Murillo en Nicaragua y dictaduras de derecha como la de Nayib Bukele en El Salvador, países, dicho sea de paso, separados sólo por un golfo. Mark Thompson, expresidente de The New York Times y nuevo CEO de CNN, ha sostenido que no se trata tanto de una pérdida de los votantes de centro (es decir, de los partidos), sino más bien de una polarización del lenguaje: un círculo de “promesas valientes seguidas de un deprimente desengaño”, que se retroalimenta en cada giro del ciclo electoral. Timothy Garton Ash atribuye la explosión de un “lenguaje extremista y ofensivo” a las redes digitales, con su combinación de aceleración e impunidad. Más sutilmente, Peter Sloterdijk ha escrito que “en verdad, las aberraciones morales y políticas empiezan casi siempre con descuidos lingüísticos”.

Muchos políticos son gentes simples o poco ilustradas para las cuales esta situación es la más cómoda. La facilidad con que se asumen las presunciones de superioridad moral o de mayoría social no es la enfermedad, sino el síntoma. Y las críticas que les caen no son sedantes, sino estimulantes. Hasta que se llega al gobierno.

¿Se puede salir de esta rueda infernal? Para este tipo de problemas están los dirigentes políticos. No siempre se encuentran: allí está Estados Unidos, otra vez girando en torno a Donald Trump. Esa es una de las definiciones de pesadilla: el eterno retorno. Anda a saber si el que quiebra el círculo sea el que cambia el lenguaje.