Según las estimaciones de la ONU, el próximo viernes 14 de abril India pasará a ser el país más poblado del mundo, superando la marca que China ha tenido por más de 200 años. Este récord tiene muchos significados, pero dos requieren especial atención: el impulso hacia un planeta más multipolar y la evidencia, por si alguien no la veía, de que India es una nueva potencia económica.
También puede significar algo respecto de China, que empieza a sufrir las consecuencias de la política de “un solo hijo” y las restricciones impuestas a las familias hasta el 2021, además de la posible quiebra de su sistema de pensiones en unos 15 años y el descenso de sus ritmos de crecimiento económico. China conserva su posición como la segunda economía del mundo, pero la mayoría de los expertos coincide en que India se le aproximará a gran velocidad.
El Chile de Lagos fue el primer país de Sudamérica al que India le propuso establecer un Acuerdo de Alcance Parcial, una de las modalidades de privilegios arancelarios para las exportaciones mutuas. El AAP fue ampliado en el segundo gobierno de Bachelet. Esta es una posición notable si se considera que India no participa en la APEC, ni en la Asean, ni en el TPP11, aunque sí es parte de los BRICS (con Brasil, Rusia, China y Sudáfrica).
El primer ministro indio, Narendra Modi, iliberal y autoritario, ha sido un crítico de la guerra de Rusia sobre Ucrania, con toda la cautela de quien sabe que este conflicto modificará el actual equilibrio mundial. Vladimir Putin pretendía restaurar un imperio amenazado, pero ese objetivo está erosionado por la inesperada resistencia ucraniana.
En cambio, la guerra ha revivido a la OTAN y ha restaurado la solidaridad interna de la UE, aun al costo de enfrentar problemas energéticos. La hegemonía de Estados Unidos no estará en su momento más fuerte, desde que en el 2023 se iniciará una segunda carrera presidencial entre Joe Biden y Donald Trump, un déjà vu del enervante 2020.
En América Latina, Putin tiene el apoyo incondicional y abierto de Venezuela, Nicaragua y Cuba, además de lo que Carlos Malamud, académico del Real Instituto Elcano, llama “respaldos implícitos” de México, Brasil (el de Bolsonaro, ¿y el de Lula?) y Argentina. También ha tenido, en distintos momentos, los de El Salvador, Honduras y Bolivia. Es la realidad fracturada de América Latina, siempre muy lejos de ese espacio fantástico que imaginaba la Convención Constitucional y del que quisiera una política exterior de izquierda con reminiscencias sesenteras.
El Presidente Boric, que por estos días debuta en la cumbre de la APEC, se encontrará enseguida, el viernes 25, en la cumbre de la Alianza del Pacífico, creada cuando sus cuatro países tenían gobernantes de derecha. Este es el panorama ahora: López Obrador, líder populista de México, con evidentes ganas de reelegirse en forma indefinida; Gustavo Petro, al que los intelectuales colombianos consideran un “líder mesiánico” encubierto, elogiado con demasiado entusiasmo por el gobierno chileno, y Pedro Castillo, el presidente peruano que ha pedido a la OEA que aplique su “cláusula democrática” para aliviarse del asedio del Parlamento. Con razón, el profesor Carlos Meléndez ha descrito en este diario sus “serias dudas” de que la actual OEA pueda ayudar en algo a Castillo, teniendo sus miembros un sinnúmero de conflictos entre presidentes y parlamentos.
El siguiente momento ocurrirá apenas una semana después: el jueves 1 de diciembre la Corte Internacional de Justicia emitirá su sentencia en la demanda interpuesta por Chile contra Bolivia por la determinación de la naturaleza y el uso del río Silala. Este es un juicio que Chile no puede perder: su argumentación científica e histórica es prácticamente incontestable. Todo matiz que la corte pueda introducir resultaría dañoso. En cualquiera de los escenarios imaginables, la relación con Bolivia sufrirá un nuevo sobresalto, cuya orquestación inicial -hay que recordarlo- fue diseñada por el expresidente Evo Morales y su vicepresidente Álvaro García Linera.
Con ese Perú inestable y esa Bolivia herida hay que abordar dos de los problemas más acuciantes de Chile: la inmigración irregular y el crimen organizado. Ninguno de esos temas es únicamente interno; ambos requieren una vigorosa diplomacia que se haga cargo de la dimensión exterior, sin la cual nunca serán combatidos de manera eficaz.
Reordenamiento mundial, guerra en Europa, división en América Latina, crisis del presidencialismo: el destino, la historia, el azar o como se les quiera llamar han hecho que este sea el panorama exterior que le toca al más inexperimentado de los presidentes chilenos. Su cuenta personal, hasta ahora, acumula chascarros ruborizantes, pero ligeros -excepto uno: la innecesaria creación de desconfianza con Israel- y unas designaciones personales de mal pronóstico. Pero, quizás a cambio de eso, tiene también la oportunidad de convertirse en una de las figuras más relevantes de la región. Ya pudo probar, según dijo, el prestigio construido por Chile en 30 años. La única condición es no arruinarlo.
La Cancillería tiene la robustez y la trayectoria para ayudarlo. La pregunta es si el gobierno lo sabe. En el proyecto de presupuesto para el 2023, este ministerio es el único que no aumenta. Al contrario, retrocede un -0,6% respecto del 2022, unos 1.600 millones de pesos menos. Es una sombría señal acerca de la prioridad que el gobierno le asigna a una de sus áreas de mayor responsabilidad histórica, aunque no atraiga muchos votos. Algunas veces hay que dejar de pensar en los votos.