No hay recuerdo de un ministro de Hacienda que haya contado con la simpatía del Parlamento. En cierto modo, toda la institucionalidad está diseñada para que ese ministro sea quien contenga las ganas triunfales de los congresistas de dar noticias alegres a sus electores. Esta no es una exclusividad de Chile. También sucede en los regímenes parlamentarios, incluso en los casos en que el ministro es un parlamentario. Y hasta en las dictaduras, sin Parlamento de por medio: los ministros de Hacienda de Pinochet se hicieron fuertes enfrentándose a las presiones (harto más temibles) de los propios militares.
De modo que el reclamo y las advertencias en contra del ministro Ignacio Briones por parte de la oposición antes de sentarse a discutir el “plan de emergencia y reactivación” sólo llaman la atención porque parecen contener algún grado de decepción, como si hubiesen esperado que fuese más “de los nuestros”. El resto es el ruido usual.
El hecho más contundente es que el ministro, el gobierno y la oposición se juegan todo en la elaboración del plan. Comete un error cualquiera de las partes que piense que podrá culpar al resto si el diálogo fracasa. Es muy difícil que el país entienda eso. Lo que entenderá es quién está por contribuir a superar los extensos daños de la pandemia y quién no. En cierto modo, la pandemia impone el maniqueísmo: sí o no, está o no está. La opción de no estar es democráticamente legítima, aunque es inevitable que tenga costos. Es una encrucijada muy tajante, a la que puede ser difícil adaptarse después de las inmensas expectativas y los abstrusos debates suscitados tras el 18-O.
Pero la escena ha cambiado entera y radicalmente.
El país de la calle se convirtió en un país puertas adentro. Para salir a la calle hay que pedir permiso, y no hacerlo es una conducta antisocial y anticomunitaria. Esos gestos ya no desafían al gobierno, sino a los vecinos. La palabra de la autoridad, antes solitaria, es ahora un faro social; por eso es tan serio que se pueda equivocar. Es otro mundo.
En los hechos, el gobierno ha abandonado el programa con que fue elegido y entrará a negociar algo que está muy lejos de su vocación. La oposición parece estar haciendo algo equivalente -aceptar que el gobierno ya no dejó de ser gobierno y presidencial- y también se prepara para un camino poco deseado. No hay otra forma de hallar convergencia.
Hasta ahora, lo más notorio ha sido la asincronía entre el ritmo de la pandemia y la velocidad de la política. Esta semana, el Congreso despachó otra ley contra la libertad de los electores: el límite de reelección para autoridades de voto popular. Esto es música para los que detestan a “los políticos” (¿es que nadie se acuerda de Pinochet?), pero una necedad para las vocaciones públicas. Incluso, los promotores más racionales de esta ley (Pepe Auth, por ejemplo) admiten que es un recorte a la libertad, aunque -dicen- es un beneficio para el sistema. Es un drama tener que elegir entre el sistema y la libertad, y es más dramático escoger siempre el sistema en contra de la libertad.
Pero ahora que el sistema realmente reclama una respuesta, hay quienes se inclinan a anteponer sus identidades partidarias. La asincronía no es una rareza en la política. Hasta en la Guerra del Pacífico el Congreso se sumió en acalorados debates. Quizás sea un rasgo inherente de la irritante, odiosa y enrevesada manera de buscar el bien que es la política.
El del Chile actual puede ser un caso más extremo, porque ha significado unas torsiones exageradamente bruscas y en muy corto plazo de la “antigua normalidad”: el 18-O primero, para poner todo patas arriba y plantar cara a la distribución de la abundancia, y la pandemia después, para volver a invertir la realidad y devolver a todos a confrontarse con la escasez. Enfermedad y escasez, para ser más precisos.
El ministro Briones ha estimado que el efecto del Covid-19 sobre la economía chilena representaría un retroceso de unos siete años. Otros economistas son menos generosos y calculan que se volverá atrás en 10 o más años. Esto significa la demolición de los esfuerzos de una generación -incluyendo en primer lugar a los que lograron salir de la pobreza- y puede ir aún más lejos, a hipotecar el futuro inmediato de la siguiente. Esos tendrían que ser los horizontes del plan de emergencia y recuperación: limitar el retroceso, impedir la expansión de la pobreza y evitar que los jóvenes de hoy paguen mañana por la enfermedad del 2020.
Es un cubo de Rubik. No se puede convertir en algo distinto de un cubo, pero hay que ajustar todas las piezas para que resulte inteligible. Y no hay más tiempo. Es el último llamado.