Planea sobre el país un cierto prestigio de la ignorancia. El “saber hacer”, tan francés, tan europeo, parece desplazado por una popularidad de un “no saber” muy latinoamericano, una idea orgullosa de que carecer de una competencia, de no saber, puede ser una garantía de pureza ideológica, candor moral e independencia respecto de los partidos y las élites. En la dicotomía entre el pueblo y las élites, “los que saben” están casi por definición en el lado equivocado, y son continuamente desafiado por todas las formas de conocimiento incierto o alternativo que se distribuyen por las redes digitales.
En las elecciones del 15 y 16 de mayo pasados, y de las que vienen por delante, hubo y hay candidatos que han hecho profesión de fe de no tener idea alguna sobre la administración del Estado, de no conocer sus complicaciones y de estar dispuestos a, de acuerdo al sesgo, a) aprender (algunos); b) ensayar cosas nuevas, entendiendo que el “saber” forma parte de “lo viejo” (unos cuantos); o c) imponer sus puntos de vista sobre “los que saben” (varios).
En la elección de la Convención Constitucional hubo, como ya se ha dicho hasta el hartazgo, un castigo y una advertencia contra los partidos. Contra todos los partidos, incluso aquellos que después han querido hacerse parte de la crítica. Los partidos, claro, son vistos como una de las representaciones vivas de las élites. La otra representación que recibió un castigo similar, aunque menos notorio, fue la de los técnicos, tecnócratas o technopols, esas categorías en que caben todos los profesionales especializados que dominan problemas complejos y, sobre todo, políticas públicas. En palabras anticuadas, “los que saben”.
Los tecnócratas vivieron su era de esplendor durante los 20 años de la Concertación, aunque fueron perdiendo fuerza progresivamente a medida que los partidos y los parlamentarios empezaron a resistirlos con el argumento de que la política debía conducir las decisiones técnicas, y no al revés. La Nueva Mayoría fue prácticamente una expresión de la retoma de la hegemonía por parte de la política. Esta tensión es parte de la historia de las naciones, y hasta se puede decir que ha sido intrínseca a las democracias: políticos y tecnócratas en disputa por la conducción del Estado.
Lo que ahora ocurre es distinto: los tecnócratas no son castigados porque su conocimiento se adscriba a algún proyecto ideológico o político -los technopols-, sino más bien por el hecho mismo de estar en posesión de un conocimiento especializado; por saber. Varios constitucionalistas (que no aceptarían llamarse tecnócratas) de reconocida competencia, en todas las variantes del espectro partidario, quedaron fuera de la convención, incluso postulando como independientes. Lo mismo ocurrió con exministros y también con dirigentes sindicales -comunistas, humanistas, anarquistas- de larga trayectoria. La demonización del conocimiento y la experiencia van tan de la mano, que en algunos casos resultan indistinguibles.
El hecho paradójico es que efectiva, innegablemente, todo esto dota de un aire fresco y candoroso a la política chilena, mientras al mismo tiempo parece destruirla. En el mundo de las ciencias políticas, la pregunta de moda es si Chile constituirá un laboratorio en el que se están creando las modalidades sociales y políticas del siglo XXI -la versión glamorosa- o si sólo se están reprocesando tendencias fragmentariamente existentes en otras latitudes -la versión desangelada.
De todos modos, el ingrediente del rechazo a la competencia técnica y la idea de un “nuevo saber” en reacción al antiguo ya no tiene el mismo frescor: se parece simplemente al “plebeyismo” que Ortega y Gasset describió casi un siglo atrás. Hay prácticas similares en la Argentina peronista, el bolivarianismo venezolano y, por lo que se alcanza a divisar, el movimiento que ha llevado al profesor Pedro Castillo al gobierno en Perú. Los seguidores de Donald Trump llevaron a expandir la idea de “hechos alternativos” para defender el mismo punto. Esto difiere, en general, de la experiencia comunista, que siempre tuvo una admiración de base por el conocimiento tecnocientífico.
Los análisis electorales que se han estado realizando con los datos liberados por el Servel acerca del plebiscito de octubre del año pasado no permiten sacar conclusiones acerca de por qué no fue elegido ese tipo de candidatos, los de larga experiencia y conocimiento experto. El único hecho de envergadura real es el hecho de que unos 2,4 millones de electores antiguos, presumiblemente simpatizantes de las fuerzas tradicionales, se restaron de ir a votar en mayo. En octubre se había agregado un millón 300 electores nuevos, el mayor crecimiento en décadas, y parece probable que entre ellos, que no habían votado nunca antes, viniera también esta forma más aguda de rechazo al establishment. Habrá que ver cuánto puede sobrevivir en el seno de un organismo inevitablemente experto como una Convención Constitucional.