Era razonable esperar, digamos, unas 72 horas, o incluso algo más, para ver de qué manera calibraría el gobierno la derrota en el plebiscito del domingo 4; o, en otras palabras, para ver si se hacía cargo de al menos una parte de esa maciza expresión votante, sin que la echara exclusivamente sobre las espaldas de los exconvencionales o de los partidos que llevaron la campaña del Apruebo. La reacción inmediata -llamar a la oposición a La Moneda- sugirió que, al menos el Presidente, estaba leyendo el mensaje a medias.
Debía haber cambio de gabinete, movimientos de subsecretarios y asesores, reacomodo de la coalición de gobierno, ajustes de proyectos, redefinición de calendarios y otro conjunto de cambios menores que hicieran ver al país que el gobierno no se hacía el leso con el resultado y que lo tomaba como él mismo lo había planteado: un antes y un después. Esto es: si triunfaba el Apruebo, apuraría su agenda de cambios estructurales, y si ganaba el Rechazo, tendría que frenarla, como mínimo, al menos hasta completar el control de daños.
Pero lo que ha pasado es esto: hubo un cambio de gabinete (limitado), oscurecido por una chapuza en el momento del juramento; se movieron subsecretarios, pero sólo para dejar ver la dependencia emocional del Presidente Boric respecto de los sentimientos del PC; se han ajustado -también en forma limitada- algunos proyectos, especialmente la reforma tributaria, mientras que en otros el desacuerdo interno del gobierno se traduce en pura parálisis. Por ejemplo, la nueva ministra del Interior, Carolina Tohá, asumió anunciando una revisión (otra) del TPP-11 para enviarlo de una vez al Congreso, pero un subsecretario, que parece no creer que el Congreso sea un órgano con calificación democrática para debatirlo, ha decidido retenerlo.
En conjunto con dar señales como estas (débiles, para decirlo brevemente), las nuevas ministras se presentaron al Parlamento con las decididas ganas de ordenar el nuevo proceso constitucional, ponerle fechas y decidir sus reglas. Francamente extraño. ¿Qué le puede hacer pensar al gobierno que tiene la primera palabra en esto cuando acaba de sufrir una derrota tan inequívoca? ¿Por qué tortuoso razonamiento político podría creer que la oposición iba a aceptar que La Moneda quisiera volver a liderar ese proceso de buenas a primeras?
Parecería que el gobierno -en la vertiente de la buena fe- no ha terminado de aceptar lo que pasó, o -en la de la mala fe- que está siguiendo el modelo de Hugo Chávez y Evo Morales, que cada vez que perdían un plebiscito se preparaban para repetirlo un poco más adelante. Hay otras explicaciones que pecan de psicologismo. Casi todas llegan al Presidente. Pero, al final, en conjunto son sólo un síntoma de la forma en que el problema intelectivo se está convirtiendo en deterioro político.
El gobierno está siendo juzgado por razones muy distintas de lo que se obstina en creer. Una es la exigencia de poner fin al escandaloso despliegue del violentismo, delincuencial o con pretextos políticos. Otra es la de multiplicar los esfuerzos para detener la inflación, no sólo con la tasa de interés, sino también con el estímulo a la inversión y el ahorro para atenuar la alarmante situación de la cuenta corriente. Y otra, más indirecta, es movilizar las palancas con que el país obtiene más ingresos (no préstamos) de su red externa, lo que significa poner fin al desgobierno de las relaciones internacionales.
Naturalmente, ningún gobierno puede salir de un atolladero si no evita lo mínimo, esto es, que la rutina sea una sucesión de desaciertos. Ningún gobierno crece si todas las semanas tiene que excusarse por algo.
La izquierda que se proclama nueva (y generacionalmente lo es) no está exhibiendo ninguna audacia interpretativa. Llegó para sustituir a esa izquierda agotada, autoderrotada, exangüe, que hoy le echa una mano con el untuoso nombre de Socialismo Democrático, a la que aún no ha terminado de despreciar. Más bien se muestra dependiente de una vieja izquierda, que resistió a Pinochet, resistió a la transición y ha resistido a la transformación de la sociedad, apoyada en un aparato ideológico que observa el cambio de los vientos a la luz de una fe única e inconmovible. El PC está desempeñando ese papel, en coherencia con su línea histórica.
A diferencia de esa izquierda histórica, la nueva tiene un problema de latitud. Cree en una cosa difusa a la que llama sociedad; ve sus desequilibrios, a los que llama injusticias, y pretende buscar los modos de transformarla, porque tiene las claves para hacerlo. Pero en cuanto esa sociedad pasa a tener un nombre (Chile, por ejemplo) le empieza a repeler: ve allí al nacionalismo, al chauvinismo, a la imaginación de derecha. No ve historia, ni solidaridad, ni sentido de pertenencia. Ve símbolos vacíos -como la bandera, las Fiestas Patrias, el escudo-, no imágenes democráticas. Ve a los demás como productos de construcciones o manipulaciones ideológicas, pero nunca sopesa la carga de la ideología en ella misma. Ve abstracciones, no encarnaciones. Es una izquierda desencarnada.
No importa cuántos halagos se le prodiguen -la política es un mundo de halagüeños- a menos que muestre la profundidad intelectual que no ha exhibido; que despliegue la habilidad política que no ha tenido; que escape de la superioridad moral que no ha confirmado, y que descubra que el sesgo generacional no es una virtud, sino una trampa, corre el riesgo de envejecer en ese estado. Como otra izquierda experimental.