La política consiste en elegir los momentos para callar y los momentos para hablar. En el turbulento episodio de la primera caída de una ministra en el gobierno de Gabriel Boric, la titular de Desarrollo Social, Jeanette Vega, callaron en el peor momento todos los que debieron haber advertido a las cabezas del Ejecutivo que los antecedentes para arrestar a Héctor Llaitul contenían un intento de diálogo entre la ministra y el jefe de la CAM ocurrido hace tres meses. Esos antecedentes habían sido entregados por el fiscal instructor a todos los litigantes, incluyendo al Ministerio del Interior, pero nadie parece haberles dicho al Presidente ni a los otros miembros del equipo político que en el expediente venía un problemazo. El resultado fue la caída fulminante y prematura de la ministra Vega.

Queda por saber el grado de autorización que tuvo la ministra para tomar esa iniciativa. Pero es muy distinto saberlo el día en que Llaitul fue arrestado que haberlo sabido en mayo pasado, cuando había dos cosas sobre las cuales el gobierno aún vacilaba: si la CAM le haría alguna concesión a su propuesta de diálogo y si Llaitul se seguiría ostentando en la insurgencia.

Para mayo, ya habían pasado dos meses desde que la ministra del Interior fuese recibida a balazos desde una de las comunidades en las que Llaitul parecía mandar. El esfuerzo de la ministra pudo haber estado revestido de un candor semejante al de la ministra Izkia Siches. Pero aún no se sabe si avanzó algún paso más, si tuvo una venia superior y si logró algo. Lo que se sabe es que después de mayo, Llaitul se expuso más, se exhibió más y se sintió más impune.

Hasta este punto, todo parece obra de aficionados, pero la ministra Vega no lo es. Hay unas cuantas cosas por esclarecer.

En cuanto a Llaitul, es evidente que le gusta demasiado hablar. Y, además, le gusta hablar por teléfono, aun intuyendo que su teléfono ha de ser uno de los más vigilados y georreferenciados de Chile. La policía no quería tenderle un cerco en el lugar donde vive, en Puerto Choque, donde es más que probable que tenga organizadas las vías de escape, y en consecuencia esperó a que el activo teléfono la llevara a un sitio tan escasamente heroico como un restaurante de Cañete. Allí fue arrestado, sin un balazo, sin un incidente, acaso con alguna perplejidad.

Llaitul se considera a sí mismo un líder revolucionario en cualquier situación. En algún momento, hace ya un cuarto de siglo, encontró un espacio dentro del malestar mapuche e hizo de ese el hogar de un proyecto separatista con horizonte revolucionario, no meramente indígena, sino especialmente anticapitalista. Ha sido una lucha larga y muy difícil, en parte por la resistencia de las instituciones chilenas, pero en parte importante también por la resistencia cultural de las propias comunidades mapuches. Por eso ha tenido que acudir a formas de bandidaje común -como el robo de madera- para construir una fuerza armada que asegure la hegemonía de su proyecto, como hace todo esfuerzo revolucionario.

Y tiene que mantenerse como el jefe; de otro modo tampoco hay proyecto. De allí que posiblemente se haya sentido aliviado cuando el Presidente declaró que su gobierno perseguiría acciones y no ideas, como si la separación entre ambas fuese posible en el fenómeno de la insurgencia. Llaitul empujó y empujó, hasta que pasó lo que tenía que pasar: que el gobierno se sintiera burlado, terminara por ampliar las querellas en su contra y emplazara una y otra vez a la fiscalía a hacerse cargo del acto político de incriminarlo. La profecía autocumplida.

Nada puede ser más frustrante para Llaitul que el oscurecimiento de su detención por la caída de una ministra. Y nada puede ser más estimulante que la suspensión de clases, ceremonias oficiales, frecuencias de buses, suscitada por el temor de que el furor se desate en La Araucanía en su nombre. Cuidado. No hay que equivocarse. Llaitul y otros han conseguido que La Araucanía sea una región asustada, intimidada por la manía del incendio, temerosa de cualquier mínimo cambio en la atmósfera; pero este es el costo más negativo de su proyecto, el único que en el más largo plazo lo hace inviable.

En toda revolución hay alguien que es más radical que el jefe del radicalismo. A la CAM de Llaitul ya se le desmembró un brazo tras la negociación con el gobierno por la huelga de hambre de los presos mapuches, de donde nació la más violenta WAM. La circunstancia de que se haya revelado otro diálogo secreto con el enemigo, con alcance aún desconocido, difícilmente será bien recibida por los críticos que están a la izquierda de la izquierda de Llaitul.

¿Y el gobierno? Bueno, a sólo una semana del plebiscito constitucional, lo que parecía una victoria política se ha convertido en una comedia trágica. La respuesta al desafío de Llaitul se desdibuja en un enjambre de interrogantes. Los partidos de la coalición se ven sumergidos en otro desgarro interno, como ya lo ha expresado el enojo del PPD con la salida de Vega. El gabinete ha comenzado a caer antes de tiempo. ¿Es hora de callar o de hablar?