A cuatro días de cumplir dos meses en la Casa Blanca, Donald Trump ha resquebrajado ya dos pilares del orden mundial. El primero es la institucionalidad estratégica construida después de la Segunda Guerra Mundial, en particular el pacto de defensa mutua entre Estados Unidos y Europa, la OTAN.

Es verdad que la OTAN había perdido parte de su razón de ser después del fin del Pacto de Varsovia, en 1991, y que tampoco fue capaz de impedir la invasión de Rusia a Ucrania, iniciada en Crimea en el 2014. Pero la defensa de la integridad de Ucrania, así como las operaciones de contención contra Irán y los insurgentes hutíes, han mostrado en los últimos años que sigue siendo una alianza importante.

Trump lo ha puesto en duda. Su Estados Unidos es uno que “no paga” por conflictos ajenos y que no manda a morir a sus muchachos por causas que no les pertenecen. Son razonamientos similares al aislacionismo anterior a Franklin D. Roosevelt, que vino a quebrarse recién a fines de 1941, cuando Europa ya cumplía casi dos años y medio de guerra.

Similares, pero no iguales. Trump se muestra consciente de que el poder político y militar de Estados Unidos no tiene parangón en el mundo, pero no le gusta la idea de la guerra. Una de las dificultades para calibrar a Trump deriva de que nunca se sabe con precisión si está regateando como un vendedor de baratijas o si está hablando en serio. La tregua que ha logrado entre Rusia y Ucrania -sorpresiva después de la denigrante reunión televisada con Zelenski en la Sala Oval- parece lo primero. Su exigencia de que Europa aumente sus presupuestos de defensa parece lo segundo.

En paralelo, Trump ha descoyuntado a la ONU, cuyo lenguaje aterciopelado es incompatible con el suyo. Pero, otra vez, hasta por ahí: en parte porque desarmarla equivale a abrir el espacio para una ley de la selva mundial, en parte porque Estados Unidos sigue necesitando de un foro político global. El desinterés de Trump, advierte The Economist, podría convertir a la ONU en un club antioccidental. (¿A esta ONU quiere llegar la expresidenta Bachelet?).

La otra institución es el sistema económico mundial, que desde los 90 estimuló la ampliación de la libertad de comercio. Las amenazas arancelarias, contra socios igual que contra adversarios, extreman las formas de neomercantilismo que ya se venían divisando en Europa, pero pueden derivar en un búmeran en contra de los consumidores estadounidenses.

La política arancelaria fue el instrumento favorito del Presidente William McKinley -al que Trump se ha referido a menudo-, que gobernó entre 1897 y 1901, año en que fue asesinado por un anarquista. McKinley demoró 113 días en liberar a Cuba del dominio español, en 1898, pero en ese mismo momento nació el prolongado resentimiento latinoamericano con el poder de su vecino del norte. Su gobierno utilizó los aranceles para proteger a la incipiente industria estadounidense y para concentrar el consumo en los productos domésticos.

Trump ha añadido a esos propósitos económicos la coerción política: contra México, para que eleve los controles de la inmigración ilegal y el tráfico de drogas, y contra Canadá, para que impida el flujo de estupefacientes por su frontera sur. Como se trataba de gobiernos que han sido laxos con estos asuntos, Trump ha podido anotarse allí sus primeros éxitos, modestos pero inflados, de manera que sus electores vean que cumple lo que prometió.

De paso, este puede ser el principal logro de Trump en estos dos meses: instalar en la agenda mundial la agresión del fentanilo y otras drogas sintéticas, que mataron a 75 mil estadounidenses en el 2023. El fentanilo tiene una presencia tan desestabilizadora en América Latina, que la región debió adelantarse a Trump en su denuncia y persecución. No lo hizo, precisamente porque nunca había estado tan incomunicada como ahora.

La disrupción comercial adquiere otra dimensión con el principal objetivo de Trump, China. Por aquí pasa el trazado de una nueva conflagración mundial. La línea roja de Estados Unidos es la agresión contra Taiwán, a pesar de que Trump acusa a la isla de “robar” su tecnología. La línea roja de China es la legitimación de Taiwán como un Estado independiente. En medio están las aguas más densamente armadas del planeta, desde el mar de Birmania hasta el de Japón, además del cinturón de islas del Pacífico. Nada de lo que sucede con los aranceles sobre México, Canadá o Europa se parece a esto.

Si los socios occidentales ya están respondiendo con contramedidas, China parece dispuesta a librar una guerra comercial, lo que pronto podría derivar en una guerra comercial generalizada, de todos contra todos. Ahmet Insel y Pierre-Yves Hénin, investigadores franceses, han desarrollado el concepto de “nacional-capitalismo autoritario” para describir un campo ideológico en el que incluyen a Rusia, China y el Estados Unidos de Trump, aunque este último sigue siendo una democracia. Europa aparece cercada por estas potencias que son rivales, pero que pueden llegar a acuerdos entre sí, de una manera oportunista y peligrosa, como el pacto de Hitler y Stalin, que sólo les alcanzó para repartirse Polonia en 1939. Las intervenciones de dos primeros ministros nuevos, el británico Keir Starmer y el alemán Friedrich Merz, sugieren que esos dos países están dispuestos a proteger no sólo los intereses de Europa, sino los de las democracias en todo el mundo. Es una paradoja que los dos principales adversarios de la Segunda Guerra Mundial vayan a ser el nuevo eje para enfrentar el peligro autoritario.

Este es un mundo impensado hasta el año pasado. Y la pregunta de siempre es si los gobiernos y los diplomáticos de la periferia están preparados para esto.