Las protestas iniciadas esta semana en algunas comunas de Santiago, el lunes 18 -a siete meses exactos del 18-O- han tenido el semblante de una coordinación algo más visible que los ciclos anteriores. La inteligencia policial parece estar en mejores condiciones relativas, porque al menos algunos de los focos de estos días no fueron tan sorpresivos como en octubre pasado. Después de todo, el confinamiento restringe la vía de coordinación únicamente al recurso de las redes digitales.
Las protestas confirman que el fuego del 18-O no se ha extinguido y que sus promotores están a la espera de que se reduzcan las medidas restrictivas. La reaparición del lunes 18 muestra la ansiedad de esos grupos y puede entenderse como un sondeo para ir avanzando en las condiciones de organización a medida que la crisis económica progrese con su elemento más chocante, el desempleo.
Sin embargo, todos los datos indican que las restricciones tendrán que continuar e incluso endurecerse, ahora que es evidente que en las zonas de mayor contagio -Santiago, Iquique y Antofagasta- los habitantes se están infectando entre sí. El abultado cúmulo de viajeros que trasladó la pandemia hasta Chile desde otras latitudes (sobre todo, Europa) ya quedó atrás. Las cifras muestran que el período de transmisión más intensiva se inició en mayo. Nadie puede asegurar cuándo se producirán el pico, la meseta y el subsecuente descenso paulatino de contagios, que es el patrón que ha seguido la enfermedad en todo el mundo. Los datos parecen haberse anticipado un poco a los cálculos del Ministerio de Salud, pero junio y julio se siguen divisando como los meses agudos.
Al final, cuando toda la neurosis de las estadísticas y la sobreinformación hayan remitido, el gobierno será medido por una cifra principal: los muertos. Se discutirán las estrategias, las oportunidades y la demografía, pero el dato férreo, inconmovible, será la tasa de mortalidad. La experiencia mundial ha demostrado que esa tasa depende decisivamente de las capacidades sanitarias, es decir, de que la demanda no sobrepase a la oferta. Si el gobierno consigue aumentar los insumos (camas UCI, ventiladores, equipamiento, personal) a un ritmo mayor que el incremento de enfermos, podrá evitar colapsos como los que sufrieron la Lombardía italiana o algunas ciudades de España, cuyos números de muertes todavía son el rastro principal del Covid-19. En esa dirección trágica parece ir, por ejemplo, Brasil.
En ese momento de balances, el número de contagios parecerá un dato banal. Los epidemiólogos sostienen que los contagios intensivos pueden ser positivos para generar la “inmunidad de rebaño” antes de que se desarrolle la vacuna. Pero para que un gobierno decida alentar esa inmunidad necesita estar seguro de que tendrá los recursos para recibir a los enfermos. Suecia, que es hoy el modelo de esa estrategia, admite ahora que aún con sus certezas descuidó el sesgo etario del Covid-19 (en Chile, casi dos tercios de las muertes son personas de más de 70 años).
En la casilla vecina estarán las pérdidas de la economía, medidas en desempleo, quiebras, retrocesos de producción, pobreza y caída del PIB. Aunque los resultados del primer trimestre hayan sido menos expresivos de lo que se preveía, todas las proyecciones apuntan al mayor hundimiento del producto desde 1982.
De modo que las condiciones objetivas para el desarrollo de las protestas son muy ambivalentes. De un lado, el empobrecimiento de segmentos urbanos numerosos parece un incentivo para aumentar la presión sobre el gobierno y apuntar de paso hacia la demolición del sistema económico. Pero del otro, las necesidades de reponer el empleo, restaurar los ingresos y volver a activar la producción parecen también razones imperiosas para dejar atrás la conflictividad callejera y alentar a las instituciones para que trabajen sobre acuerdos amplios. La cesantía nunca ha sido un estímulo para la movilización; la pobreza, sí.
La oposición no ha decidido aún en qué lado estará. Una parte de ella -que medida en votos no es en absoluto mayoritaria- querrá mantener el rumbo y acercarse lo más posible a derribar al gobierno, aunque percibe que esa oportunidad perdió el empuje que aspiraba a tomar en marzo, el “mes decisivo”. Esa porción puede haber visto con entusiasmo las protestas de esta semana.
La otra parte vive, más que en la indecisión, en un estado de espera: sólo puede reaccionar frente a hechos que no maneja, decisiones ajenas y agendas que ignora. Está obligada a aguardar los errores del gobierno para tratar de ocupar el espacio público. Tampoco es una situación dramática: como lo saben los dirigentes más agudos, es lo propio de la oposición. La única diferencia del caso chileno es que un gobierno que tambaleaba se vio abruptamente enderezado por una catástrofe sin precedentes, y es mejor no imaginar si la pandemia hubiese alcanzado al país con autoridades renunciadas. El hecho es que la oposición mayoritaria -de nuevo: en votos- ha vuelto a verse confinada a un incómodo espacio en el que es muy difícil decidir entre la hojarasca diaria y la configuración del futuro.
El Chile postpandémico será, según parece, un caldo de todas estas cosas.