A dos semanas de distancia, parece un hecho que el plebiscito constitucional del domingo 25 carecerá de dramatismo. Una condición para que un evento electoral sea dramático es que la sociedad perciba que está en juego un asunto prioritario para su vida como tal. Eso es lo que ocurrió en 1988, pero ya también está claro que ese fue un suceso irrepetible. Las prioridades mayoritarias de estos días son muy diferentes, como lo expresa el hecho, algo sardónico, de que se tratará de una elección bajo estado de excepción. Desde luego, primero está la emergencia sanitaria, aún en curso. Y a su lado, en paralelo, la emergencia económica: el empleo, el ingreso, la recesión y la precariedad.

Otra condición es que haya movilización, es decir, campaña electoral. Como esto no es posible en las condiciones sanitarias actuales, las únicas campañas con visos de eficacia se realizan a través del zumbido inaudible de las redes digitales. De la franja televisiva no hay casi nada que decir, excepto que la fragmentación partidaria la ha convertido en un espacio más parecido a un ensayo de Godard, pero sin Godard. (Quedará para el futuro debatir por qué todavía se le exige a una industria anémica, como la televisión de hoy, que cumpla con una obligación impuesta en otro contexto de audiencias, ingresos y capacidades).

Por fin, una última condición es que sea un torneo competitivo. Si las encuestas no se equivocan, el resultado ya es predecible; en realidad, la única sorpresa sería un triunfo del Rechazo. Pero esto sería raro justamente porque sería dramático. El plebiscito fue concebido como una salida institucional a una crisis sociopolítica que, en el momento en que sus protagonistas lo acordaron, carecía de una interpretación consolidada.

Y aún carece. Es útil recordar que los hechos iniciados en la tarde del 18 de octubre del 2019 parecieron inicialmente una reacción violenta al colapso del transporte en Santiago. Quienes minimizan esta dimensión harían bien en leer Siete kabezas, el ensayo de Iván Poduje que muestra -testimonialmente, sin especulación- hasta qué punto el transporte público llegó a convertirse en una metáfora encarnada de la segregación y la inmovilidad social, lo que explica por qué el Metro ha podido ser al mismo tiempo un orgullo urbano y una execración social.

En los días posteriores, junto con extenderse a otras ciudades, el movimiento masivo empezó a parecer una protesta contra el modelo político-económico y una abundancia mal distribuida (“tus privilegios serán míos”). En ciertas jornadas específicas, alrededor de noviembre, adquirió, además, el perfil de un esfuerzo directamente apuntado a derribar al gobierno de Sebastián Piñera. Aún no hay una explicación, tampoco, para que los hechos de violencia intensa parecieran refrendados por la enorme marcha pacífica del 25 de octubre: es seguro que la mayoría de esos millares de personas no incendiarían estaciones ni saquearían comercios. Pero aún es imposible saber si estaban allí como un modo de cohonestar la violencia o más bien como una manera de refutarla a través de un acto pacífico.

Todas esas ambigüedades fueron interpretadas por los dirigentes políticos en un Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución que no logró exactamente restaurar la paz social, pero sí dio curso al proceso para debatir una nueva Carta Fundamental; es decir, logró cumplir una de sus dos partes. Sigue siendo importante el hecho de que no todos los grupos políticos suscribieron ese acuerdo. Y los que no lo hicieron -el PC y el Frente Amplio- fueron los que en ese momento buscaban otros fines, pero especialmente que no querían interpretar las protestas en el sentido restrictivo de un mero cambio constitucional.

En un aspecto tenían razón: era un exceso intelectual (o quizás retórico) pretender que todo ese movimiento sólo quería cambiar la Constitución. Pero la interpretación más extensa -un brote revolucionario o algo así- era otro exceso intelectual, un tic igualmente voluntarista aplicado a un fenómeno tan complejo y diverso que aún no se termina de procesar. Los primeros propusieron un camino institucional; los segundos habrían preferido una salida menos formal, quizás una prolongación de la turbulencia hasta que viniera a hacerse cargo alguna vanguardia organizada. Si ganaron los primeros es porque al menos tenían una propuesta de convivencia.

Los intentos por revivir en días recientes el clima del 18 de octubre sólo pueden ser entendidos al margen del plebiscito y del debate por la Constitución. No son, ni de lejos, movilizaciones en favor del Apruebo. En la mayor parte de los casos, de hecho, son acciones en contra del plebiscito, un tema que no está en sus consignas, como si perteneciera a otra dimensión de la realidad. Para sus protagonistas, el plebiscito es muy poco y muy tarde.

En estas condiciones, el problema de la abstención no es irrelevante, como han pretendido los que -con buenas razones- ven el plebiscito como la gran válvula de alivio de la tensión social. Desde luego, una alta abstención bajo un régimen de voto voluntario no resta la legitimidad jurídica de un acto electoral. Lo que pone en cuestión es su potencial de solución política, especialmente si, como suele ocurrir, los que menos votan son los más pobres, los menos informados y los jóvenes.

Es decir, si para todos ellos es demasiado poco dramático.