Como se había escrito en estas mismas páginas, el mundo no está soportando ni la situación de confinamiento ni la parálisis de sus actividades. No es, como se dice con cierta holgazanería intelectual, un debate entre la salud y la economía, ni entre la ciencia y la producción. Es algo muchísimo más complejo, que el filósofo italiano Giorgio Agamben ha descrito brutalmente como la encrucijada de “suspender la vida para proteger la vida”. Con menos dramatismo: el funcionamiento de los individuos como sujetos sociales.

En todas las latitudes el debate prevaleciente de las últimas dos semanas ha sido la intención de romper el confinamiento. No existe una línea común, excepto que todos dicen actuar en nombre de la salud. Hay gobiernos que propician con entusiasmo la reclusión de su gente (como Hungría, Marruecos, Argelia, Irán) y declaran su propósito de mantenerla de manera indefinida. En los países de Occidente, los que se muestran a favor de prolongar el confinamiento son los gobiernos locales y la opinión pública, además de algunos grupos laborales (por lo general, los empleados públicos no sanitarios).

Los gobiernos que han anunciado el desconfinamiento progresivo han sido impugnados con argumentos políticos (“triunfalismo”), estimativos (“apresuramiento”) o morales (“codicia”). Todos tendrán su parte de razón, pero el fondo de la ansiedad es el mismo: cuál es el momento para terminar con un estado anómalo de cosas, aun aceptando que las prácticas sociales no puedan ser igual que antes. El exdirector del FMI Dominique Strauss-Kahn lo ha denominado una reconversión “del poder, el tener y el ser”.

También es un hecho indesmentible que por cada día que pasa las economías -nacionales, sectoriales, personales- se deterioran en grados cada vez más agudos y los encargados de las finanzas públicas observan con alarma la galopante fantasía de que los estados pueden salvar a todos y que pueden endeudarse más allá de sus límites conocidos. Nunca se habían visto paquetes fiscales ni cercanos al tamaño de los que se están movilizando en esta ola de pánico que algunos han llamado hiperkeynesianismo. En Chile, por ejemplo, solo el “Bono Covid” más el Ingreso Familiar de Emergencia duplicarán todo el gasto de un año normal en subsidios monetarios por vulnerabilidad.

Esto también es insostenible. Y es un motivo para que los gobiernos estén impacientes por sacar de la parálisis al menos a parte de las actividades productivas. Para algunas de ellas, las normas de encierro han significado un castigo innominable. Lo que muy pocos reconocen es que mientras no haya vacuna, la única posibilidad de dar seguridades respecto de la expansión del Covid-19 es que entre un 65% y 75% de la población se contagie y desarrolle inmunidad. La paradoja sardónica es que para eso no sirve el confinamiento.

Ningún gobierno habla abiertamente de esto. En su lugar se usa el eufemismo “aplanar la curva”, aunque ya no se sabe bien cuál es la curva más importante: contagiados, enfermos, muertos. Parece, más bien, que se trata de una curva política: la amenaza de que los sistemas de salud no sean capaces de enfrentar una demanda simultánea. Pero esas capacidades han ido aumentando con el paso de las semanas. Y, por lo tanto, muchos gobiernos están más dispuestos a que los contagios aumenten, siempre que aumenten al mismo ritmo los recuperados.

Hasta ahora, no es cierto que el Covid-19 sea discriminatorio en contra de los más pobres. Es una amenaza latente, pero solo ha ocurrido en algunas localidades. De momento, el virus es discriminatorio de otra manera: con los mayores. En Francia, Macron notó este sesgo y anunció un plan para terminar la cuarentena el 11 de mayo, manteniendo el confinamiento para los mayores de 65 años. Naturalmente, todas las academias científicas y sociales se levantaron contra lo que les pareció una grave medida segregacionista. El presidente debió echar pie atrás, no solo con esta idea, sino con toda la gradualidad del desconfinamiento.

En Estados Unidos, un 65% opina que las medidas de restricción deben levantarse solo a partir de fines de junio y más allá. Pero al menos en tres estados hay protestas públicas contra el encierro, igual que en París y Lyon. Singapur y Japón levantaron las cuarentenas durante abril, y ambos sufrieron macizos rebrotes, igual que la ciudad de Harbin, en el noreste de China.

El “consenso experto” se ha mantenido consistentemente en favor del confinamiento. Pero este “consenso” es otra fantasía, teniendo en cuenta la diversidad de criterios para medir y sacar conclusiones. Un profesor de Stanford estudió el caso del pueblo de Vò, en el norte de Italia, donde la tasa de mortalidad, calculada por algunos expertos sobre casos confirmados, era de un altísimo 8%; otros expertos midieron la prevalencia de contagios y concluyeron que la misma tasa descendía a 0,06%. Una diferencia de más de 130 veces.

Dos evidencias emergen de esta cascada de contradicciones: las sociedades no resistirán el confinamiento por mucho tiempo más (¿uno, dos meses?), y las mismas sociedades desean que el desconfinamiento sea progresivo, cuidadoso y prudente, algo que, por lo general, no les piden a las políticas públicas. Los gobiernos están obligados a tomar decisiones sin que les gusten a todos, pero la crispación nerviosa aconseja evitar la farsa y la controversia abusiva.

Es una verdadera prueba de fuego para los dirigentes políticos. Quizás por eso el sociólogo Alain Touraine se quejaba esta semana de que “lo más impresionante es que hacía mucho tiempo que no sentíamos tal vacío de imaginación responsable”. El concepto es delicado y sugerente: “Imaginación responsable”. ¿Por dónde andará?