La filtración de una conversación de alto rango en la Cancillería es uno de esos errores que sólo se cometen durante las pesadillas. La investigación de la fiscalía podría convertirlo en una pesadilla completa, pero, desde el punto de vista político, es un asunto autocontenido, una desgracia, un tropezón. Excepto por dos cosas: 1) Las referencias descomedidas a otras personas, en especial al embajador Rafael Bielsa, que serán cobradas por la diplomacia argentina en pequeñas cuotas de mediano plazo, y 2) La revelación indiscreta del modo liviano y muy poco riguroso con que se despachan materias sensibles en la cúpula del ministerio, que de paso dejan de manifiesto su estado de ingobernabilidad.
La 3) sería la ausencia de autocrítica, pero esa ya es más una costumbre que una excepción. Del equipo que rodeaba a la ministra Antonia Urrejola en esa infausta charla, nadie ha mostrado la más mínima intención de renunciar a su cargo, ni siquiera para proteger a su superiora, y probablemente todos se habrán reconfortado culpando a la directora de prensa -que sí renunció-, a la prensa en general y a alguna conspiración de los medios de comunicación. Lo usual. Así solía pensar el general Enrique Valdés Puga, el vicecanciller más duradero de Pinochet.
Esta nube tendió a oscurecer lo realmente grave que ocurrió en la cumbre de la Celac en Buenos Aires, que fue el discurso sobre Perú del Presidente Boric. En el mundillo diplomático no se halla otra explicación para ese desafuero retórico que el deseo del Presidente de remendar la ausencia de Chile en la declaración que pedía la restitución del Presidente Pedro Castillo, firmada por “los cuatro amigos”: AMLO, de México; Gustavo Petro, de Colombia; Alberto Fernández, de Argentina, y Luis Arce, de Bolivia. Chile se restó en esa ocasión por recomendación de la Cancillería. Esta vez, la propuesta que envió la Cancillería fue enteramente sustituida por un texto elaborado en La Moneda. Lo cual reubica los numerosos errores de política exterior de estos 10 meses en su verdadera sede: La Moneda.
Boric recibió felicitaciones de AMLO y Petro, dos de los presidentes menos confiables de toda América Latina, como ya habrá constatado el Presidente chileno. Así describe al exguerrillero Petro el intelectual colombiano Carlos Granés: “…una personalidad mesiánica, capaz de pactar con grupos evangélicos y hasta con un exgobernador de dudoso pasado, vinculado a una masacre paramilitar, pero no de renegar explícitamente de los liderazgos autoritarios de Venezuela”. Ahora que es presidente, Petro ha visitado ya dos veces a Maduro en Caracas.
Durante su breve visita a Chile, hace tres semanas, Petro intentó convencer al gobierno chileno de condenar la represión en Perú, aprovechando una declaración contra el ataque a Brasilia. Ese día culminaba en Perú una semana completa de violencia desenfrenada, con muertos, carreteras bloqueadas, aeropuertos asaltados, cuarteles de policía y sedes de tribunales incendiados. Esa vez, la diplomacia chilena logró persuadir a la Presidencia de que la situación peruana siempre es un tema sensible para Chile y más debía serlo en medio de una gravísima perturbación interna.
Boric vino a corregir en Buenos Aires ese consejo de sabio silencio y pronunció ese discurso estudiantil contra la represión policial, aludió a Dina Boluarte sin siquiera dispensarle el título de Presidenta y pidió “un cambio de rumbo” de Perú.
Es muy difícil no calificar al menos esta frase como una flagrante injerencia en los asuntos internos de otro país. Boric entró aquí en el baile de “los cuatro amigos”, para los cuales el encarcelamiento del expresidente Castillo fue un acto ilegítimo y una revancha política (para ellos no lo es, en cambio, la prolongada prisión de la expresidenta Jeanine Áñez en Bolivia).
Es un hecho cierto que Castillo se encontraba asfixiado y al borde de la destitución por un Congreso fragmentado -como muchos presidentes en el mundo: es el fenómeno de estos tiempos-, pero todo lo que se le ocurrió fue declararlo disuelto, intervenir al Poder Judicial y anunciar el cambio de la Constitución. Eso se llama golpe de Estado; quien lo realiza, un golpista, y quien lo apoya, también.
Otra cosa es que Castillo elevase la incompetencia hasta un grado excelso. Fue arrestado en menos de dos horas por su propia guardia. En su lugar asumió su exaliada, vicepresidenta y segunda en línea de sucesión, Dina Boluarte; todo eso está previsto por la Constitución peruana. Ella no ha sido una golpista, Castillo sí.
Con ojos inexpertos, puede costar entender la ola de violencia posterior, que se inició con los grupos castillistas que exigían su regreso a la Casa de Pizarro. Tal como ocurrió en Chile en octubre del 2019, esos grupos no son homogéneos, carecen de liderazgos y reúnen a toda clase de aparatos antisistémicos, sin un programa común. No marcan un “rumbo” distinto para Perú. La asediada Presidenta Boluarte ya percibió que debe apurar las nuevas presidenciales (fijadas para el 2026), pero al parece no podrán ser convocadas para antes del 2024.
Si es así, el 2023 se perfila como un año agónico para Perú y el único “rumbo” que los demócratas del mundo pueden desearle es que tenga éxito en recomponer la convivencia interna. La historia de la violencia en Perú es muy trágica como para tolerar simplificaciones.
A Chile le costará muy cara esta intromisión irreflexiva en medio de un momento de dolor y zozobra.