Columna de Ascanio Cavallo: Un estado de prototipos
Nicolás Maduro vuelve a hacerle un favor siniestro a la izquierda latinoamericana: parece que su único fin fuese asaltar el poder, copar el Estado y usar la democracia como una finta táctica. Todo lo que hace Maduro lo aprendió de Hugo Chávez, y éste, de Fidel Castro, que en sus años provectos había sustituido el sentido de la épica por el de la conveniencia. Pero, acaso por este trasiego, a Maduro le salen las cosas más ríspidas, más crudas, más prototípicas.
En 24 años de chavismo casi no había sucedido lo que se le ofreció a Maduro: un cambio de clima en la relación con Estados Unidos, en parte gracias a sus nuevas urgencias estratégicas, en parte gracias a la presidencia de Joe Biden. Ese cambio le permitió abrir una negociación con la opositora Plataforma Unitaria, que se tradujo en la firma de un acuerdo de garantías (con Estados Unidos como observador) para las elecciones presidenciales que tendrán lugar a fines de este año. El documento se firmó en octubre pasado en la isla caribeña de Barbados.
Y significó que de inmediato Estados Unidos levantara el veto contra las exportaciones de petróleo y gas, el intercambio de algunos presos políticos y el término de otras restricciones en el comercio de oro, además de un nuevo trato para la deuda de Caracas. El conjunto de medidas podría significar, según diversas estimaciones, un incremento de entre uno y tres puntos en el Producto venezolano.
Además, el cambio de condiciones cayó en lo que ha sido el primer momento de relativo respiro en la economía venezolana: la reducción de la inflación a sólo 200% (versus el 6.000% del 2017) y un crecimiento del PIB que este año podría llegar a 4%.
Maduro comenzó a preparar el terreno electoral para su reelección. Una de esas maniobras fue la declaración unilateral de soberanía sobre el territorio del Esequibo, en antigua disputa con Guyana, prototipo del uso del nacionalismo como instrumento preilustrado. Maduro piensa que eso interpreta a los venezolanos. Asombroso.
El Acuerdo de Barbados debía incluir, como es más que obvio, el cese del hostigamiento a los opositores que podrían ser competidores de Maduro. La principal es María Corina Machado, que después del Acuerdo fue elegida en una primaria con más del 90% de los sufragios. Las encuestas independientes indican que Machado casi triplica a Maduro en intención de voto.
Pero la dirigente opositora fue inhabilitada el 2015 por la Contraloría General de la República, una sentencia que ratificó y amplió luego el Tribunal Supremo de Justicia, órganos todos -por si hiciera falta decirlo- controlados por el chavismo. Para terminar de confirmarlo, Maduro ha dicho que tales decisiones son inamovibles y que Machado no podrá ser candidata. El viernes agregó un toque más de iniquidad: inhabilitó también a Henrique Capriles, otro posible candidato.
La Casa Blanca reaccionó con varias medidas: cerró las licencias para el comercio de oro y anunció que también se cancelarían las del petróleo y el gas en abril, a menos que Maduro permita la participación opositora en las elecciones. ¿Será así? Difícil: el fiscal Tarek William Saab, prototipo del funcionario totalitario, anunció el arresto de una treintena de personas “que pasaron toditas por el polígrafo”, acusadas no de una, sino de cinco conspiraciones contra el gobierno, en el mismo momento en que la agencia Associated Press revelaba una infiltración masiva de la DEA en Venezuela, justamente lo que parece desquiciar a Maduro.
En paralelo, la vicepresidenta Delcy Rodríguez -otro prototipo- amenazó a Estados Unidos con cancelar los vuelos de repatriación de inmigrantes ilegales: la inmigración es un arma política, otra de las más oscuras lecciones de Castro.
Aquí entra Chile. La Cancillería emitió una declaración de preocupación por la situación de Venezuela, moderada por el hecho de que se negocia un mecanismo de repatriación. Es una declaración modesta, pero deja a Chile en el pequeñísimo grupo de países que al menos han dicho algo, un verdadero contraste con lo que hicieron otros gobiernos de la región, atenazados por los acuerdos de inmigración o por la complicidad ideológica.
La oposición la consideró insuficiente, expresión de que la Cancillería se ha convertido en un campo de tiro para la derecha, aún al costo de resultar destemplada. Esta es una cara de la situación. La otra es que esta nueva desconfianza en las relaciones exteriores hunde sus raíces en los primeros meses de la administración, lastrada con un secretismo maniático, ya por costumbre, ya por cierta vergüenza culposa en el batido de inexperiencia e incompetencia, nombramientos ridículos de embajadores y desorden general.
Ese daño inicial no ha sido reparado y es poco sólido para hacer frente a esa némesis de la democracia en que se ha convertido Venezuela. Pero es lo que hay.
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