La Asociación Nacional de Mujeres Periodistas, en alianza con Cadem, presentó esta semana su segunda encuesta sobre funcionamiento social de los medios de comunicación en el Chile actual. La principal conclusión es el aumento en el consumo y la credibilidad de los medios profesionales (periodísticos) y la caída en picada, al menos en la segunda de estas dimensiones, de las redes digitales. Es un estudio importante, porque ha sido hecho para compararse con uno realizado en enero, donde la situación era completamente inversa. En enero, bajo el influjo del 18-O y las movilizaciones todavía en curso, mucha gente había optado por confiar más en las redes digitales que en la prensa. En abril, bajo la amenaza global de una pandemia, una misma mayoría eligió refugiarse bajo la égida de los medios profesionales.
El estudio está en sintonía con lo que pasa en todo el mundo: el consumo de medios profesionales está en los niveles más altos de la historia y la confianza en las redes, en los más bajos. Esta es la demostración que faltaba respecto de la relación dialéctica entre ambos sistemas, que muchos se han negado a ver: cuando se cree más en uno, se deja de creer en el otro. La segunda relación dialéctica es el hecho de que los medios profesionales pasan por los peores momentos financieros de su historia, mientras las big techs nadan en dólares: las redes digitales han realizado una exacción masiva de los recursos de los medios sin que los ciudadanos ni siquiera se dieran cuenta. No es la primera vez que una industria saquea a otra: la historia del capitalismo está poblada de estas cosas. Pero quizás es la primera vez en que hasta los robados han tardado tanto en notarlo. Con la ingenuidad de todos los comienzos, al principio pareció que esta era la expansión final de la democracia, sin advertir que bajo esos ponchos tan generosos se suelen esconder las más virulentas armas antidemocráticas.
Con todo -y sin ocultar que los periodistas llevamos velas en este entierro-, esto no es lo sustancial. La expansión del Covid-19 desató una ansiedad que es adecuado llamar primordial: la búsqueda de información confiable, veraz y verídica. Por supuesto, incluso en un tema tan sensible persisten grupos que deciden no creer en nada que suene oficial o institucional; es un pensamiento parroquial, sectario, en lo esencial antidemocrático, que halla un acogedor refugio en las “cámaras de eco” de las redes digitales, por donde circulan cálidos ríos de amor y odio. Para estos grupos, la sola idea de un “momento societario” es tan desagradable como tendría que serlo, por ejemplo, la noción de un “estado protector” para las tribus anarquistas.
En su calidad de catástrofe, el Covid-19 ha vuelto a confirmar que el artículo de primera necesidad de la modernidad es la información. Y, de paso, que no está en todas partes. Las redes digitales son el mejor instrumento de comunicación interpersonal que jamás se haya creado, pero la generación de información confiable no es propia de su esfera. Ni el amor ni el odio ni otros sentimientos forman parte de la información, mientras que son el eje del mundo de las redes. La confusión inducida, alimentada, entre ambas cosas forma parte de la misma glotonería en la que entra el tráfico encubierto de datos personales y, ahora, la pretensión totalizante del nuevo Ciudadano Kane, Bill Gates.
Los pecados capitales, como los vicios, nunca van de a uno: con la codicia camina también la manipulación. Hace algunas semanas, un instituto especializado de Carnegie Mellon detectó que un 45,5% de las notas falsas sobre el Covid-19 registradas sólo en Twitter proviene de bots con base en China y Rusia. No es que estos gobiernos sean los autores; es que no han mostrado el mismo interés por perseguir esas acciones que el que muestran por restringir a sus ciudadanos; ambos comparten el interés, con muchos otros y con razones buenas o malas, por debilitar la confianza de Occidente en sus propias ideas de lo que es cierto.
La mala noticia es que los segmentos más resistentes a esa sencilla distinción cognoscitiva son los más jóvenes (que la encuesta de la ANMP sitúa entre 18 y 34 años). Son los receptores de esa larga prédica acerca de que los periodistas mienten, los medios “inventan noticias”, las salas de redacción son fábricas de intereses y la prensa es un “instrumento de poder”, todos esos discursos que se pasan por el aro la densa red de opciones y decisiones que envuelve la información profesional. Para ellos, la experiencia del Covid-19 ha de resultar chocante y desconcertante, algo así como el regreso a un viejo mundo periclitado.
El privilegio de las emociones y las identidades en que se han venido sustentando estas formas de ver las cosas no va a desaparecer, pero ha quedado brutalmente matizado por las realidades más tajantes de la enfermedad y la muerte. A ellas habrá que agregar, con disgusto galopante, las realidades del desempleo y el empobrecimiento. El Covid-19 tiene mucho de venganza de la realidad.
¿Venganza contra qué? Primero, contra la ilusión de que las cosas están dadas, que la modernidad y sus consecuencias han nacido de la nada. Si las proyecciones del Banco Mundial son correctas, el producto de América Latina tendrá una caída de 4,6%, la mayor de su historia. Si lo son las de los economistas pesimistas, retrocederá 5,5% o más. Si la recuperación es rápida, entonces habrá sido un minuto de oscuridad seguido de una salida en la que de todas maneras habrá que contar las bajas. Y si no lo es, se parecerá a un retroceso hasta los años 90, o quizás más atrás.
Y segundo, una venganza contra la fantasía de que la complejidad de las sociedades puede reducirse a unos cuantos blogs de opiniones amigas y dejar atrás toda esa aburrida lata de las instituciones. De pronto, en un momento sombrío, todo el mundo ha tenido que echar mano a sus porquerías de instituciones, y si hay algo político que se ha sumado a la desgracia, es justamente la ausencia de instituciones multinacionales eficaces.
La prensa profesional no será un poder -ya se lo quisieran los medios hoy asfixiados-, pero forman una cierta institución, la de los hechos socialmente compartidos. Igual que al resto, el esfuerzo por demolerla tiene sus autores intelectuales y sus cómplices pasivos. Habrá que recordarlos cuando llegue el momento. Por ahora, sólo cabe trabajar.