Si el clima político del planeta está ya bastante irrespirable, falta todavía por ver cómo quedará después de tres elecciones de muy distinto nivel, pero con altos grados de importancia, que tendrán lugar en el segundo semestre.
Cronológicamente, la primera es la de Francia, cuya primera vuelta debe realizarse el próximo domingo 30, y la segunda, el 7 de julio. Estas elecciones han sido una decisión del Presidente Emmanuel Macron después del resultado de las elecciones para el Parlamento Europeo, que convirtieron a la ultraderecha de Marine Le Pen y su partido Rassemblement National en la primera fuerza política francesa. El alza de RN fue parte de un avance general de la derecha dura en toda Europa, lo que sólo puede explicarse como reacción a tensiones políticas no resueltas por los partidos tradicionales. Pero de todos, sólo a Macron se le ocurrió disolver la Asamblea de 577 diputados y convocar a una elección anticipada en tres años, con el argumento de que su gobierno necesita una “clarificación” por parte del electorado francés.
Nadie tiene totalmente claro si esta ha sido una genial jugada del presidente para frenar el avance de Le Pen o si, por el contrario, es una torpeza que lo puede llevar a algo que no desea: nombrar como primer ministro, “en cohabitación”, al protegido de Le Pen, Jordan Bardella, un dirigente de 28 años que brilla tanto por su vehemencia como por su inexperiencia.
Le Pen ha dado un salto estratégico al anunciar un pacto electoral con la derecha conservadora de Los Republicanos, mientras que las izquierdas se han unido en un Nuevo Frente Popular (resonancia ambigua del pasado, porque el de los años 30 no sirvió para detener al nazismo). De ese modo, la elección se polariza: el tradicional y ancho centro francés parece hundido bajo el peso de las posiciones taxativas en lo que más inquieta a la Francia de a pie. ¿Temas principales? Dos: la seguridad y la inmigración.
Y, por cierto, esa sombra que sobrevuela toda la política europea, la agresión rusa contra Ucrania y las amenazas de Putin sobre todo el Báltico, desde Polonia hasta Suecia.
La segunda elección importante es la que está anunciada en Venezuela para el 28 de julio. Igual que el plebiscito de Chile en 1988, son muy pocos los que creen que la dictadura permitirá una elección limpia. Desde luego, las propias elecciones han sido el resultado de la presión internacional, que se expresó en los acuerdos firmados en Barbados en octubre del 2023 entre el régimen de Maduro y la oposición.
El gobierno dispone de una casi ilimitada panoplia de instrumentos para amañar las elecciones, partiendo por la proscripción de la figura más popular de la oposición, María Corina Machado. Su movida posterior más atrevida ha sido cancelar la invitación para una misión de observadores de la Unión Europea.
La oposición, por primera vez unida, ha tenido el cuidado de soportar las provocaciones del régimen y elegir como candidato a un apacible exdiplomático, Edmundo González Urrutia, que hasta ahora no se ha dejado intimidar. A pesar de las bajísimas probabilidades de que Maduro permita que lo derroten, no hay duda de que esta es la encrucijada más difícil que ha debido afrontar, aunque también es probable que, si llega a perder, no se produzca en lo inmediato una plena restauración democrática, sino más bien una transición negociada.
Esta elección tiene otro rasgo: pone en tensión a las izquierdas de América Latina, que tendrán que decidir de qué lado se ponen en una prueba de características extremas y muy contaminantes. Sólo el Partido Comunista tiene entrenamiento para tragarse grandes fraudes, aunque incluso la vieja generación de los tankies -los que apoyaban a los tanques rusos en cualquier situación- está en retirada. Hasta aquí, tanto los partidos de la izquierda democrática como los gobiernos en general han hecho muy poco por exigir que las elecciones sean limpias, un pequeño paso que, como aprendieron los chilenos con Pinochet, es indispensable para que los venezolanos sepan que no están solos.
A menos que el silencio de la parlanchina América Latina sea solo un síntoma de enfermedades más profundas.
Para el final del año -el 7 de noviembre- queda la última elección, la más importante del mundo: la de Estados Unidos, que enfrenta a los mismos dos candidatos del 2020, algo más viejos: el Presidente Joe Biden (81) y el expresidente Donald Trump (78). Las diferencias más importantes las ha marcado Trump: primero, con su avasallador y temprano triunfo en el Partido Republicano, que lo tiene como candidato desde marzo, y luego, con sus repetidas alusiones a la venganza en contra de sus adversarios, después de ser hallado culpable de un delito por un jurado el 31 de mayo. Su sentencia en este caso está prevista para el 11 de julio y lo podría convertir en el primer candidato presidencial que hace campaña mientras apela a una condena.
De triunfar en noviembre, llegará a la Casa Blanca un Trump más rabioso, menos contenido, más descentrado que el que gobernó entre 2016 y 2020, y será mucho más difícil que antes convencerlo de que no está rodeado de conspiraciones inverosímiles. Dado que la paranoica es una mentalidad sumamente creativa e imprevisible, ni siquiera es posible imaginar dónde y contra quién concentrará sus nuevas iras.
Una cosa parece cierta: con él, el mundo no será un lugar mejor. Pero en estas cosas uno siempre desea estar equivocado.