Las cuentas presidenciales son lo que son: ni tanto ni tan poco. Ningún gobierno es juzgado por sus cuentas. Y, después de un cierto número, ya se sabe que todas combinan, variaciones más o menos, un cuarto de logros, un cuarto de promesas, un cuarto de explicaciones y otro cuarto de consignas. El Presidente Boric llevó esta distribución hasta un récord de duración desde la restauración democrática: algo más de tres horas y media.
A diferencia de los siete gobiernos anteriores, el de Boric sufrió dos derrotas electorales devastadoras antes de que pasara un año entre cuentas y ha debido realizar un demasiado visible juego de compensaciones entre sus dos coaliciones para evitar una desbandada que habría dejado a su gobierno aún más huérfano. La cuenta del jueves repitió ese esquema. No se hace una síntesis justa si sólo se dice que el Presidente aceptó un cambio en las prioridades; también hay que agregar que también insistió en los proyectos y el lenguaje del Frente Amplio, aunque quizás un poco abollados. La diferencia más importante se puede llamar táctica: el cambio del tono perentorio se convirtió en un llamado a lograr acuerdos, con la certeza anticipada de que sus resultados serán subóptimos, lejanos del maximalismo, pero tampoco minimalistas. Es novedoso, por lo menos, que un jugador entre a la apuesta advirtiendo que no va a ganar mucho.
El Presidente vinculó siete de sus proyectos -sala cuna universal, reducción de listas de espera hospitalarias, pago de la “deuda histórica” con los profesores, término del CAE, creación de un sistema nacional de cuidados, centros de violencia sexual regionales, aumento de recursos para seguridad pública e incentivos a la productividad- a la aprobación de una reforma tributaria. El ministro de Hacienda, Mario Marcel, dijo que la reforma busca financiar, además, un aumento en la Pensión Garantizada Universal y otro en el per cápita de la salud primaria (y también aclaró que el CAE pasa por otra ruta). Sumados, nueve objetivos, ocho al sacar el CAE. Todos caros.
Dependiendo de los criterios con que se hagan los cálculos, estos compromisos sugieren una reforma tributaria que recaude más del 3,6% del PIB al que aspiraba el proyecto que fue rechazado por el Congreso en marzo pasado. Es una gran cantidad de dinero, al que se suman los nuevos ingresos derivados de las medidas pendientes de la reforma tributaria anterior -la de Piñera el 2020- que aún no terminan de entrar en régimen y el nuevo royalty minero.
El rechazo de la reforma en marzo fue, en realidad, la tercera derrota estratégica del gobierno, un poco menos resonante, porque se produjo entre las paredes del Congreso. El gobierno necesita volver a negociar y eso hace extraño que el Presidente haya querido vincular sus compromisos futuros y pasados a una reforma que está lejos de conseguir.
En el que, por otra parte, ha sido el mejor momento de su administración -con el párele a Lula por Venezuela, el éxito de las 40 horas y el sueldo mínimo y, en general, un clima menos agresivo-, esta parece ser otra muestra de simplismo político. Ninguna oposición, cualquiera sea su signo, acepta que el gobierno busque cargarle responsabilidades frente el pueblo antes de iniciar una negociación, y menos una renegociación. La vuelta de mano suele ser igual de pesada. En el sistema político chileno, los triunfos legislativos siempre tienen muchos padres; las derrotas, sólo uno: el gobierno.
La cuenta anual puede haber satisfecho a las sensibilidades de izquierda, más a las moderadas que a las radicales, pero es improbable que apacigüe a la oposición. Y el caso es que en el Congreso se enfrenta a esta última, no a las primeras. Y no es sólo esto: en esos momentos de entusiasmo, de aplausos calculados, es posible que el Presidente haya olvidado que en menos de una semana se instalará un Consejo Constitucional altamente adverso, que probablemente observa hasta los movimientos de cejas del gobierno, no para frenarlo, sino para pergeñar un cambio constitucional que el oficialismo jamás hubiese deseado promover.
Si este callejón se estrecha, es probable que el gobierno tenga que volver a retroceder, siguiendo esos pasos para adelante y para atrás, para un costado y el otro, esos juegos de cintura y firuletes que ya son familiares y quizás le hacen sentirse bien consigo mismo, aunque el país no lo aprecie tanto. En el siglo XX, estas habrían sido denunciadas como graves renuncias ideológicas. Pero estamos en el XXI, y Boric es el primer Presidente posmoderno que ha gobernado Chile, el primero que puede construir un discurso con retazos de teoría política, literatura y citas autorreflexivas, el primero para el cual la jerarquía de las cosas es oscilante, incierta y tan, tan opinable, que bien puede haber una alternativa, ahora o mañana.