Seriamente, parece muy difícil decir que la situación de Chile está mejor dos años después del 18-O. Tampoco está peor, pueden decir algunos. Por lo general, estos últimos son los que se felicitan de que el segundo gobierno de Sebastián Piñera fuese liquidado en esos días, al menos simbólicamente. O quienes se alegran de que la derecha se haya relegado a su rincón de minoría histórica, como se constató en la elección de la Convención Constitucional.
Todavía otros valorarán la erosión de ciertas instituciones a las que repudian, como las AFP, el Tribunal Constitucional, el presidencialismo o Carabineros. Incluso, ya en la comarca del optimismo histórico, habrá quienes estimen que las violencias del 2019 tuvieron un cariz de fuego sagrado gracias al cual ahora será posible satisfacer las demandas del pueblo.
¿Cuáles demandas? Este es un problema conceptual mayor, que los cientistas políticos no han desentrañado de verdad, por fuera de la esfera especulativa. De momento, ya no son las de dos figuras insignes del 18-O, Rodrigo Rojas Vade y la tía Pikachu, uno excedido en su performatividad, la otra agredida en forma visiblemente alevosa en la Plaza Italia, ¡para su sorpresa! No son tampoco las de la Lista del Pueblo, que llegó a la Convención Constitucional como encarnación de aquellas jornadas y se ha terminado fragmentando, tal como pasa en la plaza. Ni de la Convención misma, que se debate entre ser resultado o prolongación del 18-O.
No costaría mucho admitir que cada grupo ha interpretado esas opacas demandas con arreglo a su ideología y al plan político que debió improvisar después del asombro. Pero eso supondría asumir que es posible un lenguaje honrado, y las elecciones han hecho creer a muchos que por ahora sólo conviene el lenguaje de la polarización, lo que Pierre Rosanvallon ha llamado la “corrupción cognitiva” del debate democrático. En el repertorio de esta corrupción está el plan de tratar a los adversarios como inmorales y mentirosos, indignos de participar en la vida en común. Una forma de infantilizar la discusión; una forma transferencial, diría un psicoanalista.
Así empezó la Convención antes de darse cuenta de que una parte de ella está tomada por el ultrismo y empezara a tratar de bordearlo. Así está la campaña presidencial, que ha convertido a todas las anteriores en rondas infantiles. Y así están las campañas parlamentarias, mediadas por el cuarto retiro de fondos previsionales, la acusación constitucional contra el Presidente o el proyecto de ley sacado en 12 minutos para salvar los puestos de algunos candidatos que se inscribieron mal.
Esto último viene a recordar una dimensión de la política tan inelegante como ineludible: ser parlamentario también es un empleo. También es posible quedar cesante y dejar de tener el ingreso de 9,3 millones mensuales. De este lado alimenticio se habla poco, pero muchísimas conductas se explican mejor por él que por unas pretendidas convicciones políticas. Por cierto, cortar esos sueldos no sería más sano; hasta podría ser peor.
A un mes de las urnas, las encuestas coinciden en detectar alrededor de un tercio de votantes que no tiene preferencia presidencial. Esto es rarísimo por la cercanía de las votaciones. No es tan raro si se observa la ausencia de programas, la total opacidad acerca del futuro que ofrece cada uno. Si las elecciones presidenciales suelen ser una apuesta por el país de mañana, estas parecen lo contrario: sólo se refieren al país de ayer.
El único misterio es cuál será la dupla que pase a la segunda vuelta presidencial. Pero se pueden anticipar dos cosas: 1) el balotaje aumentará la polarización, y 2) quien gane el sillón presidencial tendrá el traspaso del poder más difícil en 30 años.
Lo otro que se puede dar por cierto es que ese nuevo gobierno tendrá que enfrentar por lo menos un bienio de deprimentes condiciones económicas. Y será una medida de su talento si es capaz de limitar la depresión a sólo dos años.
Esto último sí que no puede ser atribuido al 18-O. En el intertanto hubo una pandemia que paralizó al mundo y los resultados se empiezan a sentir a medida que los gobiernos retiran los estímulos fiscales. La forma inicial que está tomando ese proceso en Chile es la inflación, un fenómeno desconocido para los jóvenes -¡y algunos periodistas!-, que creen que puede ser una nimiedad reversible. Ignoran que tomó casi 10 años reducir los 25 puntos que dejó Pinochet con su campaña para el plebiscito de 1988. En 10 años los jóvenes perderían, como les pasó a los de entonces, parte de las oportunidades que tuvieron los posteriores. El proceso de “corrupción cognitiva” también incluye despreciar la historia y el conocimiento técnico.
Instalado en el pesimismo histórico, rodeado por el incendio de su España, Ortega y Gasset llegó a una reflexión derrotista: “Las horas de bienestar, de equilibrio, de discreción, no han sido nunca regaladas a un pueblo. No llega a ellas sino una vez que ha agotado todas las formas de la insensatez que en el horizonte histórico son imaginables”. Era 1938.
Es posible que la desazón que experimentan hoy muchos chilenos -la incertidumbre sobre los candidatos, la oscilación sobre la Convención, la desvalorización de los políticos, las sospechas sobre las instituciones- tenga que ver con el problema dónde situarse, en el optimismo o en el pesimismo histórico. Una manera de votar tranquilo es elegir el punto de vista.