“Pueden ser rectores de universidades, premios nacionales de ciencia, los sabios de la tribu, gente bien preparada”, detalló el líder de Amarillos, Cristián Warnken.
“Gente que sepa del tema. No queremos más a la Tía Pikachu haciendo la Constitución. Pastelero a tus pasteles”, agregó el senador Manuel José Ossandón.
Para Ossandón, la exconvencional Giovanna Grandón (“Tía Pikachu”) representaría el summum de la “gente que no sabe”, pese a que ambos -Ossandón y Grandón- fueron elegidos para cargos políticos teniendo estudios de nivel técnico (él, técnico agrícola; ella, asistente de párvulos).
Ello no vedó a Ossandón construir una exitosa carrera política, como alcalde y senador, reelecto en ambos cargos por sus electores. Tampoco impidió a Grandón hacer su pega como constituyente: fue reconocida como estudiosa y dialogante. Sí, una vez tuvo la mala idea de ponerse su traje de Pikachu, tal como todos los días los diputados nos avergüenzan con performances que incluyen guitarras, plumas, bandas presidenciales, pelotas de fútbol, coreografías de TikTok, chapitas de sheriff o, mucho peor, insultos, funas o peleas a combos.
Pero Ossandón la ningunea a ella y, de paso, a sí mismo: “A mí no me elijan, porque yo no voy a ser capaz de hacerles 10 artículos”, dice también. Curioso: él se siente capacitado para legislar como senador, incluso para gobernar Chile, como candidato a Presidente de la República, pero no para ser parte de un proceso constituyente, porque, como Grandón, “no sabe”.
¿Qué es exactamente eso que Grandón y Ossandón “no saben”, pero otros sí?
Esta semana, el Congreso designó a los 24 miembros de la Comisión Experta que escribirá el anteproyecto de Constitución. Si el objetivo hubiera sido reclutar a los “sabios de la tribu”, se habría pedido a universidades que enviaran sus candidatos, se habría escuchado a las academias, se habrían abierto concursos públicos.
En cambio, cada partido designó a los suyos, de acuerdo al cuoteo en el Congreso. A RN le tocaron cinco; al PS, tres. La UDI escogió cuatro; el Frente Amplio, dos; el PPD, tres, etcétera (y, dicho sea de paso, a Libertad y Desarrollo le tocaron dos cupos).
El Congreso ni siquiera revisó sus antecedentes. No se les pidió exponer sus ideas, presentar un currículum o armar un Power Point. ¿Lo designó un partido? Listo, usted es experto.
Y “experto” es sinónimo de abogado: 21 de los 24 tienen ese título. Aun si creemos que deben tener un rol fundamental, reducirlos a una profesión específica es absurdo. Probablemente, un cientista político tenga mejores herramientas que un abogado para diseñar los contrapesos entre poderes del Estado. Lo mismo podemos decir en otras áreas de economistas, administradores públicos, sociólogos, historiadores y profesionales de la salud o de la educación.
No se trata de negar las credenciales de los 24. Con pocas excepciones, son profesionales de prestigio. Es la forma de designarlos la que muestra que este proceso constituyente está patas para arriba.
¿Se necesita a buenos abogados? Por supuesto. Ellos deben traducir el pacto político que representa una Constitución en normas jurídicas correctamente redactadas. Pero eso ocurre después de que ese pacto se ha alcanzado, no antes. Aquí se ha hecho todo al revés, asfixiando al debate ciudadano en vez de abrirlo.
Primero, los presidentes de partidos políticos firmaron un acuerdo de 12 “bases”, tan específicas como que “la Constitución consagra cuatro estados de excepción constitucional: asamblea, sitio, catástrofe y emergencia”, y que ni siquiera podrán ser discutidas por los consejeros que se elijan en mayo.
Para evitar que los niños se desordenen y hagan algo tan impropio como debatir sobre estos temas políticos, estarán bajo la tutela de otros 14 abogados (Comité Técnico de Admisibilidad), designado también por cuoteo de los dirigentes de partidos políticos.
Sobre esas camisas de fuerza viene otra: entre marzo y junio, los 24 designados redactarán un anteproyecto, el que luego los 50 consejeros elegidos por voto popular podrán aprobar, hacer enmiendas o incorporar nuevas normas. Esos cambios volverán a los 24 designados, que a su vez podrán “agregar, modificar o suprimir artículos o sus partes”. Si no hay consenso, resolverá una comisión mixta, de consejeros votados por la ciudadanía, y comisionados designados por los partidos políticos.
¿Quién les dio ese poder? No la gente, por cierto. Cuando se les preguntó, el 79% de los electores rechazó una comisión mixta que incluyera a congresistas en la redacción de una Constitución.
Y cuando las encuestas preguntaron cómo debía escogerse a los “expertos”, el 53% de los consultados pidió que fueran elegidos por voto popular, y apenas el 20% dijo que deberían ser designados por el Congreso.
Es que el término “expertos” siempre fue una trampa. Una falacia empujada por la clase política para capturar el proceso, negando el factor fundamental de toda Constitución: su condición de contrato político de la sociedad. Ese es el punto crucial: en una sociedad libre, una Constitución no es algo que se “sabe”, sino que se construye entre todos.
Ya lo advertía Aristóteles, al destacar la democracia sobre la tiranía de la técnica. “Valorar una casa no solamente es propio de su constructor, sino que mejor incluso la juzga el que la utiliza. Y el que la utiliza es el dueño de la casa; y juzga mejor un timón el piloto que el carpintero que lo fabricó, y un banquete el invitado, pero no el cocinero”.
Ahora, los arquitectos empezarán a dibujar los planos, sin preguntarnos antes en qué casa queremos vivir. Como punto de partida, la designación de estos 24 “que saben” no es el más promisorio.