En 1919, uno de los padres de la sociología moderna, Max Weber, dio un discurso ante una asamblea de estudiantes en Múnich. El contexto era explosivo: esa ciudad era capital de la fugaz República Socialista de Baviera, en medio de la revolución alemana.
El discurso de Weber luego fue publicado como Politiks als Beruf (“La política como vocación” o “La política como profesión”). Su lectura, un siglo después en Chile, es iluminadora.
Este jueves, los embajadores de Alemania, Arabia Saudita, Bélgica, Israel y Suecia estaban en La Moneda para presentar sus cartas credenciales al Presidente. Intempestivamente, la ministra de Relaciones Exteriores se acercó al embajador israelí para decirle que no sería recibido. La Cancillería explicó después que el desaire se debía a “la sensibilidad política que generó la muerte de un adolescente palestino de 17 años durante una operación del Ejército de Israel”.
¿Antisemitismo, como acusó parte de la Comunidad Judía en Chile y otros países? No. Condenar los crímenes cometidos por Israel en Palestina no tiene nada que ver con la discriminación contra los judíos, tal como condenar las violaciones a los derechos humanos en Irán no es islamofobia. De hecho, la repulsa a los crímenes en Palestina y a la ocupación ilegal de ese territorio por Israel es parte de la política de Estado de Chile, mantenida por gobiernos de derecha e izquierda.
No es un caso de antisemitismo. Es un episodio que, siguiendo a Weber, revela una forma frívola de ejercer la profesión política.
La performance de un amateur.
Decía Weber que un político necesita pasión, y que esa pasión esté al servicio de una causa. Boric, sin duda, la tiene: su pasión por la causa palestina es de sobra conocida. Pero el político también necesita, como cualidad psicológica decisiva, la mesura, esa “capacidad para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad, es decir, para guardar la distancia con los hombres y las cosas”.
Para lograr sus fines, “el político tiene que vencer cada día y cada hora a un enemigo muy trivial y demasiado humano, la muy común vanidad, enemiga mortal de toda entrega a una causa y de toda mesura, en este caso de la mesura frente a sí mismo”.
Este jueves, Boric actuó como un activista, no como un Presidente. Indignado, con justa razón, por el asesinato de un adolescente, decidió convertir esa indignación moral en una performance. Es lo que hace un activista, que no tiene más poder que sus convicciones: representarlas en público, esperando que esa performance tenga el doble efecto de humillar al ofensor y movilizar a la opinión pública.
Pero el político, advierte Weber, “está siempre en peligro, tanto de convertirse en un comediante, como de tomar a la ligera la responsabilidad que por las consecuencias de sus actos le incumbe y preocuparse sólo por la impresión que hace”. Actuar con frivolidad “le hace proclive a buscar la apariencia brillante del poder en lugar del poder real”.
Eso hizo Boric el jueves. Usó la apariencia brillante del poder, que le permitió despachar al embajador de Israel de La Moneda, creyendo que con ello salvaba su conciencia, humillaba a un Estado opresor y ayudaba a la causa de los palestinos.
No consideró que, como decía Weber, “generalmente, el resultado final de la acción política guarda una relación absolutamente inadecuada, y frecuentemente incluso paradójica, con su sentido originario”.
Un político de Estado debe actuar como un ajedrecista, no como un performer. Su acción no se agota en la performance, que es un fin en sí misma, sino que debe considerar la complejidad del tablero político, en que su movimiento desatará una serie de respuestas.
Así ocurrió el jueves: la performance presidencial fue tan abrupta y tan poco reflexionada, tan ajena a los cauces de la diplomacia, que causó un efecto inverso al buscado. A las pocas horas, Chile debió excusarse ante Israel, y el embajador se dio el lujo de declarar, a las puertas de la Cancillería, que Chile se había disculpado “repetidas veces”. Aun después de ello, el gobierno de Israel dejó en claro que “ve con severidad el comportamiento desconcertante y sin precedentes de Chile”, y que el desaire “perjudica gravemente” la relación bilateral.
Israel salió fortalecido, tras recibir múltiples apoyos internacionales. El victimario quedó convertido en víctima. Chile, al contrario, quedó debilitado. La única posibilidad de que un país pequeño como el nuestro tiene de influir en asuntos como el conflicto israelí-palestino es a través de la cooperación internacional. Para eso, debemos ser vistos como un país serio y confiable, con objetivos y estrategias claras, todo lo contrario de lo que mostramos este jueves.
Si Boric esperaba hacer recapacitar a Israel, logró lo contrario. Su desaire no salvará ninguna vida en Palestina. Solo reduce la estatura de nuestro país para perseguir nuestros objetivos, como la defensa de los derechos humanos.
Pero, más allá de este incidente, lo más preocupante es lo que este revela sobre el Presidente. La ética de la responsabilidad, que Max Weber exige a quien ha tomado la política como su profesión, “ordena tener en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción”. Tal vez Boric se haya sentido bien con su propia conciencia ese jueves, pero, volviendo a Weber, “quien busca la salvación de su alma y la de los demás, que no la busque por el camino de la política”.
No se trata de olvidar los principios, sino de perseguirlos con inteligencia. “La ética de la responsabilidad y la ética de la convicción no son términos absolutamente opuestos, sino elementos complementarios que han de concurrir para formar al hombre que puede tener vocación política”.
Al comportarse como performer y no como ajedrecista; al encandilarse con la apariencia brillante del poder en vez de aprender a usar el poder real; al comportarse con vanidad y sin mesura, el Presidente no actuó como un profesional de la política.
Actuó como un simple amateur.