Mientras más de 7 mil familias chilenas lloran la muerte de un ser querido por el Covid-19, y cerca de dos millones enfrentan la angustia de la cesantía, un grupo de 33 exministros y exsubsecretarios publicó una carta sobre un tema de máxima urgencia: ellos mismos.

Es un crudo autorretrato de la frivolidad de una clase dirigente que, en esta encrucijada dramática, elige mirarse el ombligo.

La carta sostiene que “quien mejor ha encarnado en estos tiempos la imagen de un buen servidor público ha sido Jaime Mañalich”. Es perfectamente válido que un grupo de excolegas salga en su defensa. Lo llamativo son los argumentos, las omisiones y el punto de vista desde el cual plantean el debate.

No hay una sola alusión a su gestión, ni a las consecuencias de ella sobre las familias chilenas. La carta no presenta ningún argumento profesional para defender su cometido.

En cambio, abunda en halagos personales (“generosidad”, “talento”, “esfuerzo”, “compromiso”). Frente a esa virtud se alza el mal que lo habría sacado de su cargo: la “furia incontenible”, dicen “por destruir a sus adversarios, que los mueve a criticarlo todo, a desconocer el esfuerzo ajeno y a ensuciar la imagen de servidores públicos sobresalientes”.

Este “odio”, dicen, es “una pandemia social que tiene agónico a nuestro país. Abundan los depredadores de los servidores públicos, expertos en la funa, practicantes de un bullying despiadado que no cesa hasta destruir a sus víctimas. Y así esas van cayendo unas tras otras, un ejercicio macabro que no cesa”.

Es la victimización de una clase dirigente que da por sentado que sus servicios deben ser agradecidos acríticamente por la sociedad que los disfruta (o padece).

Más que un grupo de servidores públicos, recuerda una sociedad de socorros mutuos. Más que políticos atentos al escrutinio ciudadano de la democracia, parecen socios por derecho propio de un exclusivo club de amigos.

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Y la membresía de ese club es de largo plazo. Se ha vuelto una regla no escrita que en cada cambio de gabinete, los caídos tienen derecho a un suave aterrizaje. De los seis ministros que han dejado el comité político en este gobierno, cuatro fueron reubicados: en Vivienda, Obras Públicas, Deportes y BancoEstado.

Los 33 exministros y exsubsecretarios firmantes siguen gozando de puestos de privilegio: son embajadores, presidentes o directores de empresas públicas, parlamentarios, o han cruzado de vuelta la puerta giratoria hacia los directorios de los grandes grupos económicos. Desde allí, con similares argumentos, la CPC agradeció el “heroísmo” de Mañalich.

¿Cómo se ve esta lógica desde afuera?

La agencia Bloomberg puso el dedo en esa llaga. “Chile siguió el ejemplo de las naciones ricas solo para darse cuenta, una vez más, de que un gran porcentaje de sus ciudadanos son pobres”, dice el medio cuyo terminal económico es el favorito del Presidente Piñera.

Bloomberg había alabado el manejo del gobierno al inicio de la pandemia. Ahora pone a Chile “entre los peores del mundo”, explicando el fracaso por una clase dirigente que no entiende su propio país, debido a “la división entre las élites educadas en el extranjero que dirigen el gobierno, y el resto de la sociedad”.

Es que las élites uniformes, cerradas al desafío y a la crítica, son ineficientes en momentos de cambio tecnológico y adaptación a nuevos desafíos. Elise Brezis y Peter Temin advierten que una élite homogénea hace que el país sea regido por “un grupo que piensa de una manera monolítica, lo que lleva, en palabras de Pierre Bourdieu, “al estancamiento de las ideas y actitudes”. Por eso Vilfredo Pareto advierte de la necesidad de la “circulación de las élites”, un concepto exótico para la clase dirigente chilena, que sigue dominada por grupos económicos familiares, en que los puestos en la cúspide están reservados para hijos, amigos y compañeros de colegio de los dueños del capital (casi nunca hijas, amigas o compañeras).

Esta semana tuvimos otra evidencia. Los nuevos datos del Índice de Complejidad Económica, creado por el MIT y Harvard, que mide qué tanta innovación y conocimiento tiene la economía de un país. Chile aparece en el lugar 72 entre 133 naciones.

¿Avanzamos? No. Desde 2000 hemos retocedido ocho puestos, y hemos visto a países como Tanzania, Vietnam, República Dominicana y Egipto dejarnos atrás. Estamos cada vez más lejos de las economías más complejas del planeta (Japón, Suiza, Corea del Sur, Alemania y Singapur) y más cerca de las más elementales (Nigeria, RD Congo, Angola, Papúa Nueva Guinea y Camerún). “Chile, advirte el Índice, “sufre de una descendente diversificación de sus exportaciones”, que le augura “un crecimiento bajo el promedio mundial durante la próxima década”.

El encomiable esfuerzo de los grandes empresarios por ayudar en la crisis ha sido un buen ejemplo de sus fortalezas y debilidades. Las élites homogéneas son efectivas para actuar como grupo, en defensa de sus miembros, en resguardo de sus intereses, o para juntar fondos en una causa de bien común, como exitosamente lo ha logrado la CPC. ¿Qué han hecho con ese dinero? Fundamentalmente, traer ventiladores desde China.

La misma clase empresarial que basa su poder en enviar materias primas sin procesar a China, ayuda importando tecnología desde allá. Cero valor agregado. Cero innovación. Cada arribo es celebrado en conjunto por los presidentes Piñera (de la República) y Sutil (de los empresarios).

Este conformismo nos está costando caro. La realidad de este Chile estancado y fragmentado lleva ocho meses golpeándonos, primero por el estallido social y luego por la pandemia.

Y la clase dirigente sigue mirándose al ombligo, victimizándose por cuitas imaginarias y escribiendo cartas contra enemigos fantasmales.