Columna de Daniel Matamala: Bananeros

Capitolio
Seguidores de Donald Trump escalan una de las paredes del Capitolio. (Foto: AP)


¿Por qué en Estados Unidos nunca hay golpes de Estado? Porque no hay una embajada de Estados Unidos”. Ese viejo chiste, muestra de la resignación latinoamericana ante el poder del imperio dominante, toma otra acepción ahora que sí hemos visto un fallido intento de autogolpe en los Estados Unidos.

A tres días del cambio de mando, Washington está tomado por 20 mil militares, custodiando una “zona verde”, nombre que recuerda el área de Bagdad resguardada por los marines tras la Guerra de Irak. Por décadas, Estados Unidos alegó su necesidad de intervenir o derechamente invadir medio mundo, para resguardar su seguridad. Pero el Capitolio no se lo tomaron los barbones cubanos, los guerrilleros vietnamitas ni los terroristas islámicos. La verdadera amenaza siempre estuvo dentro, en esos estadounidenses armados hasta los dientes y dispuestos a matar, pero a los que no se llama terroristas porque son blancos, cristianos, y visten tenidas de camuflaje en vez de turbantes.

Salvo el 11/9, prácticamente todos los peores ataques terroristas en ese país han sido obra de grupos racistas blancos, desde la masacre de Greenwood (cerca de 300 negros asesinados por una turba), hasta Oklahoma (168 muertos en un bombazo de supremacistas).

Para el expresidente Bush junior, lo ocurrido en Washington es propio de una “república bananera”. Pero Bush, quien algo sabe de invasiones, olvida que esa expresión alude a los países centroamericanos cuyos gobiernos eran instalados y derrocados según los intereses de, justamente, las corporaciones estadounidenses, como la empresa bananera United Fruit Company.

El general Smedley Butler fue uno de los marines encargados de aplicar esa política del “gran garrote”. En su libro La guerra es una estafa, escribió: “Tengo la sensación de haber actuado durante todo ese tiempo de bandido altamente calificado al servicio de las grandes empresas de Wall Street y sus banqueros. He sido un pandillero al servicio del capitalismo”.

Los economistas Arindrajit Dube, Ethan Kaplan y Suresh Naidu pusieron números a esa sensación: midieron los retornos bursátiles de las trasnacionales con intereses en países que habían sufrido golpes de Estado digitados o promovidos por Estados Unidos. Las compañías “completamente expuestas”, subieron su valor entre 14% (Chile en 1973) y 77% (el golpe de la CIA en Guatemala en 1964).

Pero, si en Washington no hay embajada, ¿quiénes están detrás de ese golpe?

La generosa billetera de billonarios como los hermanos Koch y el “Club del Crecimiento” fue fundamental para empujar el Partido Republicano hacia la extrema derecha y luego respaldar al presidente golpista.

“Trump se benefició de donantes muy ricos y élites republicanas con su propia agenda egoísta”, dice a La Tercera el célebre economista Daren Acemoglu. Ellos “hicieron un trato fáustico con Trump”, afirma. Lo aplaudían mientras desmantelaba la democracia, fomentaba la violencia, descarrilaba la lucha contra el cambio climático e ignoraba la pandemia. ¿Qué importaba? Total, sus impuestos bajaban y Wall Street rompía récord tras récord.

Pero incluso esos intereses palidecen ante el verdadero poder de nuestra era: el Big Tech. Las cinco compañías privadas más grandes del mundo por capitalización bursátil son Apple, Microsoft, Amazon, Alphabet (Google) y Facebook.

Esas empresas facilitaron el ascenso de Trump al poder (¿recuerdan el escándalo de Cambridge Analytica y la trama rusa?), y lucraron con la expansión de la desinformación y el odio. Ellos tampoco lo vieron venir. Recién reaccionaron después del ataque al Capitolio, cuando Twitter, Facebook , Instagram, Twitch y Snapchat vetaron al presidente golpista, y YouTube suspendió su plataforma. Mientras, Amazon, Apple y Google excluyeron a Parler, una red alternativa utilizada por extremistas.

El ataque del Big Tech contra Trump parece más efectivo que cualquier amenaza judicial o impeachment, y lo ha obligado a bajar el tono y resignarse a dejar la Casa Blanca. Esto, como reconoce el CEO de Twitter, Jack Dorsay, abre un “precedente peligroso”, por “el poder que una corporación tiene sobre una parte de la conversación pública global”.

Resulta tragicómico escuchar a “libertarios” y “patriotas” reclamar contra la “censura” de las grandes corporaciones. Los mismos que abogan por un laissez fair completo para que las empresas privadas hagan y deshagan, claman ahora al cielo por las decisiones de compañías privadas. Y del otro lado, el progresismo celebra la decisión del Big Tech, sin aquilatar que inviste a estos monopolios trasnacionales en garantes de las democracias, capaces de permitir o impedir campañas propagandísticas o asonadas golpistas con un simple golpe de click.

Ya capturaron el recurso más valioso del siglo XXI (los datos) para utilizarlos a su antojo, barriendo la competencia por medio de prácticas monopólicas y compras que jamás debieron permitirse. Facebook ya es dueño de WhatsApp e Instagram, y Google, de YouTube.

A su lado, los intereses de la United Fruit en Guatemala, los Brown Brothers en Nicaragua o de la ITT en Chile parecen un juego de niños. Los golpes del siglo 20 trataban de controlar el mercado del plátano, el cobre o el petróleo. Los del siglo 21 dependerán de un poder infinitamente mayor: de quién maneja los datos y puede manipular la verdad. Ya tenemos un aviso en Brasil, donde las campañas de mentiras por WhatsApp llevaron al poder a Bolsonaro.

¿Bananeros? Sí, aunque la embajada ya no tenga mucho que ver. Ahora el poder está en unas oficinas de Silicon Valley.

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