E sta semana, la Cámara de Diputados discutió un nuevo retiro de los fondos de pensiones. Se oponían férreamente a él:
-el Presidente de la República,
-los principales candidatos presidenciales,
-un consenso transversal de economistas, del Frente Amplio a la UDI,
-el Banco Central y la tecnocracia en pleno, y
-los gremios empresariales y representantes del poder económico.
Resultado: el cuarto retiro fue aprobado.
Esto era impensable en el Antiguo Régimen, nacido el 11 de marzo de 1990 y muerto el 18 de octubre de 2019. Entonces, el poder formal estaba concentrado en el Presidente de la República, el que negociaba, a través de lo que Antonio Cortés Terzi llamó “el circuito extrainstitucional del poder”, con actores fácticos que representaban a los grupos económicos. Esa síntesis era traducida a políticas públicas por una tecnocracia dominada por economistas que circulaban por la puerta giratoria entre el aparato estatal, los think tanks y los directorios de las grandes empresas.
Al final del período presidencial, cuando el síndrome del “pato cojo” atacaba a La Moneda, tomaban un rol protagónico los candidatos presidenciales de las principales coaliciones. Luego, estos acuerdos eran ratificados en el Congreso.
Pero toda esta estructura del poder ha desaparecido.
El Presidente de la República fue incapaz de frenar los primeros tres retiros. En el cuarto, confiado en que ahora sí lo lograría, forzó al Congreso a votarlo de inmediato. El resultado fue otro bochorno del equipo político y otra humillación para el antes implacable poder presidencial.
En plena campaña, se esperaba que los candidatos de las principales coaliciones tomaran la posta del poder. Gabriel Boric, Sebastián Sichel y Yasna Provoste se pronunciaron inequívocamente contra un cuarto retiro, por sus desastrosos efectos sobre las pensiones y la inflación. Pero los tres fracasaron. Boric fue incapaz de alinear a sus parlamentarios y tuvo que darse vuelta la chaqueta. Luego intentó que al menos el retiro pagara impuestos, y también fracasó. Al final, arrastrado por la ola, terminó votando a favor del retiro, y contra su discurso y sus convicciones.
Provoste, quien tuvo su momento de gloria cuando negoció el IFE como antídoto a nuevos retiros, dijo primero que no, luego mandó a sus voceros a repetir que no, y al final, arrasada también por el tsunami, terminó diciendo que sí. Ahora debe alinear a sus senadores para que voten a favor de lo que hasta hace poco ella misma rechazaba.
Sichel amenazó a sus parlamentarios con hacerles la ley del hielo si apoyaban el retiro. No sólo falló en ese intento; además, terminó dando explicaciones por haber retirado él mismo su 10% y, en una impresionante vuelta de carnero, respaldando un proyecto para retirar (en rigor, trasladar a otros instrumentos de inversión) el 100% de los fondos.
Aun más impactantes son sus argumentos. Sichel dice que el 100% debe sacarse de las AFP porque sus rivales Boric y Provoste “quieren robar los fondos a los chilenos”. O sea, su campaña se centra en una propuesta que sólo tiene sentido si él pierde la elección. Si gana, el retiro es irrelevante. Si pierde, es impracticable. ¿Habrá una muestra más elocuente de la impotencia del candidato oficialista?
Algunos dicen que el poder está ahora en el Congreso, y hablan de un “parlamentarismo impropio”. Pero, lejos de estar al mando del buque, diputados y senadores son náufragos que se agarran a cualquier madero con tal de no ser arrasados por el oleaje de lo que creen que es la opinión pública. Es patético ver a parlamentarios supuestamente progresistas, que dicen buscar un Estado de bienestar socialdemócrata, calificando de “letra chica” el que las personas con más de $ 2,5 millones mensuales de ingresos paguen impuestos. La senadora Provoste, incluso, calificó a ese grupo como “la clase trabajadora”. En ese discurso absurdo no hay nada de poder, sólo pánico.
También la crisis migratoria muestra que no hay nadie tras el manubrio.
El presidente de Renovación Nacional la atribuyó “a las malas políticas del gobierno de Bachelet y la irresponsabilidad del programa de Boric”. No fue casual; La Moneda hizo circular una minuta en que instruye a sus partidarios a responsabilizar a la Corte Suprema, el Frente Amplio y a Boric, cuyas políticas hacen que “el incentivo para ingresar clandestinamente sea muy alto”. Increíble pero cierto: el Presidente que ha gobernado siete y medio de los últimos 11 años y medio en Chile alega que él no tiene nada que ver con lo que ocurre en nuestras fronteras. Además, asume que el próximo gobierno, responsable por adelantado de lo que ocurre, será del Frente Amplio.
Lejos de reclamar el ejercicio del poder, el gobierno levanta los hombros para hacerse el desentendido y echarle la culpa al gobierno anterior, al posterior, a la oposición, a los jueces o a cualquier empedrado.
¿Y la Iglesia Católica? Baste decir que el mismo día que aprobaron el cuarto retiro, los diputados también dieron luz verde a la despenalización del aborto. El arzobispo, antes todopoderoso en estos asuntos, se limitó a reclamar en un tedéum al que los políticos ya ni se molestan en asistir.
¿Dónde está el piloto? El gobierno se empeña en confesar su impotencia, los candidatos no lideran ni a sus partidarios, los parlamentarios se dejan llevar por el pánico, la tecnocracia es ignorada, los viejos poderes fácticos son irrelevantes. Tampoco los grandes grupos económicos, pese a mantener intactas las fuentes de su poder, son ya capaces de dictar políticas públicas como lo hacían durante el Antiguo Régimen.
Algunos dirán que la ciudadanía está ahora al mando, pero, sin mecanismos que permitan canalizar sus demandas (partidos políticos, sindicatos, gremios), esta suele reducirse al engañoso eco de las redes sociales.
Acostumbradas a ejercer el poder de una manera vertical, las clases dirigentes están pasmadas. Intentan sobrevivir a la tormenta aferrándose a la demagogia. Y con ello, sólo aceleran su deslegitimación y su definitivo naufragio.