Columna de Daniel Matamala: El canto del cisne
Este domingo, sea cual sea el resultado del plebiscito, es el fin de una era.
Si gana el A Favor, el cierre supondrá, aunque de un modo enrevesado, tortuoso, rocambolesco, la culminación del camino diseñado en noviembre de 2019: una nueva Constitución, nacida en democracia.
Si gana el En Contra, el resultado será aún más enrevesado, tortuoso y rocambolesco: el acuerdo de noviembre habrá derivado en la reafirmación de la Constitución vigente, aquella impuesta por Pinochet en 1980, por más que ahora en la izquierda la presenten como “la de 2005″ o “la de Lagos”.
Sea como sea, este domingo se terminará de secar la tinta con la que se firmó el acuerdo de noviembre de 2019.
Un pacto que fue el canto del cisne; el último estertor del sistema político diseñado tras el plebiscito de 1988. Un mecanismo que descansaba en la capacidad de los partidos políticos para tomar las demandas populares, interpretarlas o acomodarlas a su antojo, y devolverlas a la ciudadanía en forma de acuerdos que gozaran de un nivel aceptable de legitimidad.
Un ida y vuelta en que los ciudadanos pedían, los políticos decidían, y los ciudadanos –de vuelta- aceptaban esa decisión.
Ese modelo partió de forma totalmente cupular. El primer gran acuerdo fue el de mayo de 1989, cuando la dictadura, la Concertación y Renovación Nacional firmaron un compromiso para hacer 54 reformas constitucionales.
Fue un ejemplo del arte de la negociación. Un resultado que no dejó a nadie contento, pero a todos lo suficientemente satisfechos como para firmarlo.
La Concertación exigía eliminar algunas de las normas más abiertamente autoritarias de la Constitución pinochetista. Y la dictadura accedió a derogar el Artículo 8, que proscribía al Partido Comunista; incorporar el respeto a los derechos humanos dentro de la carta, y flexibilizar en algo las normas de reforma constitucional y de las leyes orgánicas constitucionales.
Pinochet se negó a eliminar los senadores designados y el sistema binominal, pero accedió a aumentar la cantidad de senadores elegidos democráticamente. También se mantuvo la tuición militar sobre el poder civil con el Consejo de Seguridad Nacional, pero se alteró su composición para que hubiera empate entre miembros civiles y militares.
A cambio, la dictadura logró cerrar un peligroso forado: increíblemente, a los arquitectos de la carta del 80 se les había “pasado” que las normas sobre reforma constitucional tenían un quórum de modificación más bajo.
Incluso hubo casos de interés mutuo. Por ejemplo, se redujo de ocho a cuatro años el período del primer Presidente democrático, lo que convenía a la derecha, que ya daba por perdida la elección de 1989; pero también a la Concertación, ya que quitaba dramatismo a la definición del candidato único entre sus partidos.
Esta “cocina” fue luego ratificada por la ciudadanía, en un plebiscito aburrido y olvidable: 91% a favor.
Los ciudadanos pedían democracia, los políticos decidían cómo implementarla, y los votantes aceptaban sin chistar.
La fórmula se siguió usando bajo la “democracia de los acuerdos”, pero su legitimidad se fue erosionando paulatinamente, a medida que los actores sociales irrumpían ejerciendo la acción directa.
La primera prueba ocurrió en 2007, cuando la “revolución de los pingüinos” desembocó en un acuerdo político al viejo estilo: Presidenta, ministra y políticos tomados de las manos para celebrar. Aunque cumplía una demanda estudiantil (el fin de la LOCE), el acuerdo fue ridiculizado como “la foto de las manitos alzadas”. Lo mismo ocurrió con la célebre “cocina” de la reforma tributaria de 2014.
Transar se había convertido en una práctica pecaminosa.
En noviembre de 2019, los partidos políticos estaban desbordados. No solo abundaban las manifestaciones masivas y los actos de violencia y vandalismo. También los cabildos ciudadanos en sedes sociales, juntas de vecinos e iglesias.
El 8 de noviembre, la Asociación Chilena de Municipalidades (AChM) anunció una consulta nacional sobre un proceso constituyente y otros temas. 330 de las 345 municipalidades, incluyendo alcaldes de derecha, centro e izquierda, adherían al proceso. (Finalmente, 225 municipios participarían en la consulta, con más de 2 millones 300 votos, el 92,2% de ellos a favor de una nueva Constitución).
En la práctica el proceso constituyente ya estaba en marcha cuando, bajo amenaza de ser barridos por la ola de hechos consumados, los partidos políticos lograron parir un acuerdo. Este luego fue ratificado con amplia mayoría ciudadana: 78% en el plebiscito de 2020.
Fue el canto del cisne de un orden moribundo.
Desde entonces, las tendencias centrífugas se volvieron incontrolables. Fuerzas disruptivas se apoderaron de ambos procesos constituyentes, primero desde la izquierda y luego desde la derecha, aplicando la lógica del “todo o nada”. Como las élites se demostraron incapaces de arbitrar las diferencias en un proceso de negociación, este arbitraje se entregó a los votantes mediante plebiscitos altamente confrontacionales, en los que la clase política recurrió a los peores aspectos de la siquis humana: terror, rabia, venganza, credulidad ante las fake news.
En 1989 el 91% aprobó la solución ideada por los políticos. En 2020 fue el 78%. En 2022, apenas 38%. En 2023, sea cual sea el resultado, estará lejos de algo siquiera parecido al consenso.
Un triunfo del A Favor legitimará la tesis de confrontación de la derecha radical. Una victoria del En Contra ratificará la impotencia de la política para marcar el camino de Chile.
En cualquier caso, es de esperar que este lunes nos traiga algo más de reflexión: ni con confrontación ni con impotencia podremos avanzar como país. Una política incapaz de llegar a acuerdos es una condena para la democracia. Los acuerdos cupulares old style están muertos y enterrados, pero necesitamos buscar alguna forma de avanzar en entendimientos.
Si no lo logramos, este puede ser el canto del cisne, no solo de un modo de hacer política, sino que de la democracia misma.
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