El 2024 partió como un año redondo para los dictadores y los aspirantes a tales. Los Bukele, Maduro, Putin y Trump de este mundo viven días de gloria. Y con cada uno de sus éxitos, los ideales de la democracia y la libertad mueren un poco más.
En El Salvador, Nayib Bukele concretó su proyecto de perpetuarse ilegalmente en el poder. La Constitución de su país prohíbe la reelección presidencial, en los términos más absolutos y rotundos que uno pueda imaginar. Lo dice no una, sino seis veces. Es más: previendo que algún autócrata intentaría burlarla, especifica que esa norma no puede reformarse, y que cualquier autoridad que intente derogarla cesa inmediatamente en su cargo.
Pero cuando tienes el poder total, esas nimiedades son irrelevantes. El Congreso dominado por Bukele destituyó a los jueces de la sala constitucional de la Corte Suprema, y los cambió por marionetas que cumplieron la orden de su titiritero: decidieron que, leyendo con atención, en verdad la Constitución no dice lo que dice.
Para dejar claro quién manda, Bukele se dio un gustito la noche de las elecciones. Antes de que se contaran los votos, se autoproclamó vencedor con el 85% de los sufragios, y declaró que su partido había capturado “al menos” 58 de los 60 asientos del Congreso. Con orgullo, anunció que El Salvador se había convertido en un régimen “de partido único”.
Probablemente, Bukele habría ganado incluso en unas elecciones limpias: es un líder popular, gracias a su combate contra las pandillas y al desprestigio de los partidos políticos. También lo eran Fujimori, Ortega, Chávez y tantos otros caudillos que usaron esa popularidad para desmontar todos los contrapesos democráticos y amasar el poder total. Eso pasó en Venezuela, donde el dictador Nicolás Maduro sigue confortablemente aferrado al mando. Pese a la hecatombe económica y social con que ha castigado a su pueblo, Maduro se apresta a “ganar” otra reelección este año.
Para evitar sorpresas, prohibió participar a la candidata de la oposición, Corina Machado. Así, se despeja el camino para prolongar el ruinoso régimen bolivariano hasta, al menos, 2030.
Al otro lado del mundo, también Vladimir Putin tiene todo atado y bien atado para “reelegirse” y cumplir tres décadas al mando. Pese al fiasco militar de su invasión a Ucrania, sigue manejando todas las manijas del poder a un mes de las “elecciones”.
Además, está recibiendo ayuda del aliado más inesperado: la derecha republicana de Estados Unidos, que está enamorada de su mano dura y se lo demuestra cada día con más pasión.
Donald Trump dice que él va a “animar” a Putin a “hacerle lo que quiera” a cualquier país europeo de la OTAN que no pague lo suficiente por su defensa. Las consecuencias son inimaginables: desde una carrera nuclear, en que Europa se arme de bombas atómicas ante una inminente invasión rusa, hasta una Tercera Guerra Mundial.
Pero nada de esto parece importar frente al amor profundo que siente el trumpismo por el dictador del Kremlin, y su desprecio por las “débiles” democracias de Berlín, París o Madrid.
En estos días, Tucker Carlson, el líder mediático de la ultraderecha conspiranoide, publicó una “entrevista” de propaganda a Putin, y ahora pasea por Moscú contando lo maravillosa que es la vida en Rusia bajo el puño de hierro del dictador.
Una de sus “evidencias” es mostrar que puede comprar más productos con sus dólares en un supermercado ruso que en Estados Unidos. Carlson concluye con indignación que “tras ver cuánto cuestan las cosas y cómo vive la gente” en Rusia en comparación a Estados Unidos, “está radicalizado contra los líderes” de su país. El pequeño detalle es que el salario medio en Rusia es una sexta parte del de Estados Unidos.
Tal vez alentado por esta buena propaganda, Putin decidió deshacerse de su principal rival: este viernes, el Kremlin anunció que el líder opositor Alexei Navalny murió en la cárcel del Ártico, donde había sido encerrado después de que sobreviviera a un envenenamiento. En su “entrevista”, Carlson no preguntó por Navalny ni por los asesinatos de opositores. No era un tema relevante, explicó, porque “todos los líderes matan gente, el liderazgo requiere matar gente”.
Este discurso es celebrado por millones de seguidores. Lo mismo ocurre con Bukele, idolatrado por políticos y ciudadanos en toda América Latina, y sucedió antes con Chávez, proclamado como un modelo a seguir por gran parte de la izquierda continental.
¿De dónde viene el discreto encanto de estos tiranos?
Se alimentan de la desilusión con las democracias. Según Latinobarómetro, en la última década el apoyo a la democracia ha caído del 63% a sólo el 48% de los habitantes del continente. La satisfacción con la democracia es aun menor: apenas 28%.
Vivimos en un mundo cada vez más caótico e impredecible. Los problemas son complejos, y las soluciones, lentas. En este páramo, los hombres fuertes dan una ilusión de control: de que hay alguien a cargo, tomando decisiones rápidas y efectivas.
Putin puso orden en el caos tras el derrumbe de la URSS. Chávez redujo la desigualdad y la miseria en un país inundado de petróleo. Bukele disminuyó los índices de homicidios y recuperó zonas que estaban tomadas por las pandillas.
A cambio, exigen el poder total. Bukele se jacta de ser “el dictador más cool del mundo”. Trump lidera las encuestas mientras amenaza con expulsar jueces y fiscales incómodos, dice que el general Mark Milley, un exjefe de las FF.AA. poco complaciente, debería ser ejecutado, y advierte que su eventual segundo mandato será una dictadura, “pero sólo el primer día”.
En su desesperación, los pueblos entregan a los carceleros las llaves de su propia celda.
La lección de la historia es implacable. Esas ilusiones duran poco. Cuando todo el poder se concentra en una sola mano, no solo muere la libertad. También la represión y la corrupción son inevitables. Y pronto se advierte que las soluciones “mágicas” no lo son tanto.
Pero cuando el pueblo despierta a esa realidad, es demasiado tarde: ya están enjaulados en una cárcel cuyo candado ellos mismos ayudaron a cerrar.