“La gente se pregunta: ‘quién es esa gente’”. La frase, lanzada al pasar en los análisis radiales que trataban de explicar la irrupción de independientes en la Convención Constitucional, lo dice todo. Porque al parecer “la gente” es una cosa. “Esa gente”, en cambio, es otra muy distinta.
Un giro lingüístico clave de la transición fue el paso del “pueblo” a la “gente”. Si el pueblo había sido el actor de la lucha contra la dictadura, la gente sería la protagonista de un Chile post-político, desde el lema de la campaña de Aylwin: “Gana la Gente”. Había que dejar de ser pueblo para convertirse en gente, abandonar el colectivo para enfocarse en el individuo: trabajar, consumir, endeudarse, estudiar. Subirse al carro de un nuevo Chile sin pueblo, ese en que la pobreza cayó, las puertas de la educación superior se abrieron, y sueños antes inalcanzables como salir de vacaciones se convirtieron en realidad para muchos.
Pero pronto el discurso mostró sus grietas. En 2016, el sociólogo favorito de la élite empresarial, Eugenio Tironi, se admiraba de la presencia en el sur de Chile de “la gente que llenaba las estaciones de servicio (…) La mayoría eran morenos, bajos, algo entrados en carnes, con shorts y camisetas de la U o del Colo-Colo, que salían de los baños con la cabeza mojada para combatir el calor”. Generoso, Tironi admitía “lo molesto que es para gente como uno perder el privilegio de disponer de tanta belleza solo para uno. Pero esto qué importa”.
Ese concepto (“gente como uno”), llegó a tener su propia sigla, “la GCU”. Cuando el pueblo se convirtió en gente y accedió a la educación superior y al consumo, se dio cuenta que no bastaba. Que, con o sin diploma, seguirían siendo “esa gente”, excluidos de los grupos de poder, y examinados con la misma empatía con que un entomólogo disecciona algún raro ejemplar de insecto.
Cuando el pueblo resurgió en 2019, fueron “alienígenas”, “enemigos poderosos” e infiltrados de Maduro. En 2021 son “seguidores del PC que se hacen llamar ‘del Pueblo’”, según el presidente de Libertad y Desarrollo, Luis Larraín.
Citando a Bob Dylan: “No critiques lo que no puedes entender”.
Los 27 constituyentes de la Lista del Pueblo, tal como los demás independientes y representantes de pueblos originarios, surgen de un Chile que se organizó mucho antes de octubre. Los nuevos constituyentes son una socióloga dedicada al problema de la vivienda en Valparaíso. Una trabajadora social feminista de Curicó. Un paciente de leucemia. Una enfermera dedicada a la protección de personas en situación de calle en Chiguayante. Un evangélico que trabaja en organizaciones solidarias. Una científica experta en energías renovables. Un activista por la defensa del río Ñuble. Una dueña de casa sobreviviente de un cáncer de mamas. Una transportista escolar que colabora en ollas comunes. Una profesora de historia de Tocopilla que defiende a mujeres vulneradas. Una chilota egresada de Derecho que levanta la bandera de la regionalización.
Se apellidan Rivera y Henríquez, González y Bravo, Pérez y Woldarsky. Hay abogados y matronas; profesores y estudiantes; empresarios y machis; agricultores y ajedrecistas; científicos y filósofos; actores, dirigentes indígenas y dueñas de casa. La mayoría tiene educación superior, pero no vienen de los círculos de la élite santiaguina.
En una frase: se parecen a Chile.
Y eso, que debería ser obvio en una democracia representativa, es un salto gigantesco para nuestro país, donde los puestos de poder son capturados por el hermético círculo de la GCU.
Tampoco es de extrañar que sus causas se repitan: el agua, la protección del medioambiente, la defensa de niños y mujeres vulneradas. Se validaron en sus comunidades dando esas batallas en los márgenes del sistema, cuando los partidos políticos fueron incapaces de procesar esas demandas.
Lejos de ser alienígenas, tienen raíces en el Chile real mucho más profundas que aquellos que los miran con desconfianza y extrañeza. Y aunque algunos hayan hecho declaraciones radicales, como grupo están lejos de ser extremistas. Según un estudio de La Tercera, entre los 155 hay amplia mayoría a favor de reformar el Tribunal Constitucional, mantener la autonomía del Banco Central, y garantizar el acceso al agua y a la vivienda digna como derechos humanos fundamentales.
La mitad son mujeres. El promedio de edad es de 45 años. Dos de cada tres provienen de colegios públicos o subvencionados.
Una aberración para los analistas de Libertad y Desarrollo y la Fundación para el Progreso (FPP), los grupos que dominaron el Segundo Piso, Hacienda, Economía, Educación, Relaciones Exteriores y otros puestos claves del gobierno de Piñera. Después de empujar a La Moneda al precipicio, convencieron a la derecha de atrincherarse en el Rechazo, y luego, de aliarse con el diminuto Partido Republicano (0 convencionales, 0 alcaldes, 0 gobernadores, 3% en concejales) para defender un “tercio de bloqueo”.
Ahora, estos expertos en equivocarse llaman a saltarse el proceso de diálogo que recién comienza (“la Constitución está perdida”) y desde ya piden plata para financiar un “No” contra una Constitución que ni siquiera comienza a discutirse. “Quienes corresponda deberán financiar la campaña comunicacional”, advierte Axel Kaiser de la FPP.
En eso son maestros: en aprovechar la paranoia de la élite para pasarles el platillo. ¿Hasta cuándo ciertos empresarios seguirán derrochando fortunas en supuestos intelectuales que les cuentan mentiras confortables, y en campañas millonarias que son derrotadas en las urnas?
Mejor que dejen en paz sus bolsillos y ejerciten el deprimido músculo de la empatía. Porque, como resume el sociólogo Manuel Canales, “lo que ha triunfado no es la oposición, sino la otredad”: la evidencia de que allá afuera hay un “otro” cuyas experiencias y conocimientos son tan válidos como los míos.
Porque “esa gente” es tan valiosa como “la gente”.