El “Caso Luminarias” estalló hace ocho meses, cuando cuatro concejales (un socialista, un radical, un UDI y un independiente), junto a 11 funcionarios de la municipalidad de Iquique, fueron detenidos por presuntos delitos en la licitación del alumbrado público. Era la punta del iceberg: en los meses siguientes, las indagaciones se han extendido a municipios de 13 regiones de Chile, donde la empresa Itelecom se adjudicó contratos tan millonarios como sospechosos.
Han caído alcaldes, seremis y concejales. El controlador de la empresa, Marcelo Lefort, está preso. Dos de los principales directivos de la firma confesaron su rol en una red de corrupción que involucra a operadores políticos (“gestores”), junto a autoridades municipales y del ministerio de Energía, y que habría movido sobornos por al menos $1.659 millones.
Las confesiones asignan un rol clave como “gestor” a Álvaro Lavín, primo del alcalde de Las Condes, y quien hasta esta semana trabajaba en la municipalidad de Providencia, como funcionario de confianza de la otra candidata presidencial de la UDI, la alcaldesa Evelyn Matthei. La misma Matthei ya había detectado y denunciado irregularidades en la licitación de luminarias de su comuna. Las confesiones también mencionan al exalcalde de Santiago Pablo Zalaquett, quien habría pedido $100 millones por su participación. Tanto Álvaro Lavín como Zalaquett desmienten las acusaciones.
Una de las municipalidades allanadas es Recoleta. Entre la evidencia consta una conversación entre Lefort y el abogado del alcalde comunista Daniel Jadue, Ramón Sepúlveda, en que discuten como triangular o disfrazar pagos. Jadue también niega haber cometido delitos.
Los involucrados son de todos los colores políticos. La corrupción y los abusos no son de izquierda ni de derecha, sino que aparecen en cualquier lugar en que se acumule dinero y poder, con poca transparencia y fiscalización. Por eso, las sociedades modernas se dotan de una serie de mecanismos para mantener a raya el poder. Algunas son instituciones formales, como la Fiscalía, la Contraloría, el Consejo de Defensa del Estado (CDE) o el Consejo para la Transparencia. Otras son herramientas sociales: la prensa, ONGs, asociaciones de usuarios, etcétera.
Todas ellas, por cierto, también cometen errores y tienen intereses. Pero, con todas sus imperfecciones, sirven como molestos lomos de toro en las avenidas de la corrupción y el abuso. Por eso, los dictadores se deshacen de ellas, clausurando instituciones independientes y acallando a las voces incómodas. En las democracias, cada vez con mayor éxito, los políticos atacan sistemáticamente a esos organismos y sus miembros, para minar la confianza pública en ellas.
Líderes de derecha como Trump (“la prensa es el enemigo del pueblo”) o de izquierda como Rafael Correa (“la prensa burguesa es el nuevo opio del pueblo”) han hecho escuela. Basta que un político chileno sea descubierto con las manos en la masa, para que acuse a fiscales y periodistas de sesgo o activismo, y envíe a jaurías de seguidores a atacar con virulencia al mensajero.
Si la prensa recoge evidencia que involucra a Jadue, el Partido Comunista denuncia una “sucia campaña” en su contra. Si la Contraloría encuentra irregularidades en municipios UDI, ese partido imputa “sesgo de izquierda”. Si la Fiscalía acusa a Marco Enríquez-Ominami, este se declara víctima de “una persecución jurídica con fines políticos”. Si un diario revela las cuentas de José Antonio Kast en Panamá, él habla de una “dictadura mediática progresista”.
Las agresiones son personales. Pablo Longueira ataca a la jurista María Inés Horvitz como “la comunista que está en el CDE y me persigue”. Jacqueline van Rysselberghe califica a un fiscal como “brazo armado de la izquierda chilena”. Y en el colmo del ridículo, el diputado Juan Antonio Coloma desata una persecución contra el funcionario a cargo de las redes sociales de la Contraloría, hasta que el acoso obliga a “Contralorito” a renunciar. El ataque contra periodistas, abogados, funcionarios públicos o fiscalizadores es sistemático; desacreditarlos a ellos es la vía más fácil para ocultar la evidencia que descubren.
El doble estándar de los políticos se repite una y otra vez. Cuando estalló el caso Penta-SQM, la entonces Nueva Mayoría se dio un festín acusando a la derecha. Cuando los fiscales comenzaron a apuntar también a ellos, el entonces ministro Rodrigo Peñailillo acusó una “caza de brujas”, y oficialismo y oposición actuaron juntos para desprestigiar a los persecutores, sacarlos del caso y echar tierra al asunto.
Lo peor es que la opinión pública suele pisar el palito. Enfrentados en las trincheras de redes sociales, los ciudadanos son rápidos para aceptar teorías de la conspiración cuando se acusa a uno de los suyos. Ver la corrupción en el sector político opuesto o en el candidato que aborreces es fácil; la verdadera prueba es intentar examinar la evidencia de que tal vez uno de los tuyos tiene las manos emporcadas en un negocio sucio.
Es más fácil cerrar los ojos y sumarse a la turba que ataca al mensajero, destruyendo cualquier forma de control. Así, los ciudadanos se vuelven dóciles marionetas del objetivo del poderoso: diluir la verdad hasta convertirla en un asunto de lealtades, y reemplazar la evidencia por la fe en un líder.
Cuando lo logran, quienes detentan el poder pueden estar tranquilos. Saben que sobre sus negocios turbios nunca se hará la luz.