“En el caso de los profesores, llama la atención que busquen por todas formas no trabajar, es un caso único en el mundo y yo diría que de estudio”.
Incluso para un gobierno tan propenso a declaraciones destempladas, la frase del ministro de Economía, el ingeniero comercial Lucas Palacios, sorprendió por su falta de empatía. Porque el año que pasó, miles de profesores se quemaron las pestañas intentando realizar clases virtuales, aprendiendo nuevas metodologías, luchando con barreras tecnológicas y convirtiendo sus propias casas en improvisadas aulas. Aunque el senador Iván Moreira, uno que hubiera aprovechado bien poner más atención en clases, diga que “han estado de vacaciones todo el año”.
Palacios aclaró que todo fue un malentendido. Que no se refería “a los profesores”, sino “al Colegio de Profesores”, una explicación que también dice mucho. ¿Acusaría alguna autoridad a los dueños de camiones de “no querer trabajar” por sus frecuentes paros? ¿Dirían eso de las entidades empresariales cuando exigen todo tipo de garantías como condición para invertir?
¿Por qué ciertas autoridades sí se permiten con los profesores esta falta de respeto, esta mala educación?
La sociedad chilena se llena la boca relevando la importancia de los docentes, pero les paga sueldos bajos comparados con casi cualquier profesional; celebra el Día del Profesor pero los hace trabajar con contratos hasta diciembre o como “profesores taxi” para ganarse la vida; recuerda con admiración a Pedro Aguirre Cerda, pero desde 1938 nunca más eligió a un profesor como Presidente.
Para la clase dirigente, los pedagogos son bichos raros. Son profesionales, sí, pero de otro origen social y otro pasar económico. No ejercen el poder, ni en su propio ámbito. A todos nos parece evidente que el ministro de Hacienda debe ser economista; el de Justicia, abogado; y el de Salud, médico. Pero los profesores ministros de Educación son escasos; los últimos diez han sido abogados (cinco), economistas (dos), ingenieros comerciales (dos) o asistentes sociales (una).
Este gobierno convirtió ese desdén histórico en hostilidad. El Presidente designó ministro a su amigo Gerardo Varela, un abogado y director de empresas que duró cinco meses en el cargo, tras lamentarse que “todos los días recibo reclamos de gente que quiere que el ministerio le arregle el techo de un colegio que tiene goteras, o una sala de clases que tiene el piso malo. Y yo me pregunto: ¿por qué no hacen un bingo?”.
Lo sucedió otra abogada, Marcela Cubillos, quien decidió convertir al ministerio en una trinchera. Se negó por semanas a conversar con el presidente del Colegio de Profesores, Mario Aguilar, mientras este lideraba un extenso paro, acusándolo, al estilo de Palacios y Moreira, de usar “excusas para no volver a trabajar”.
Su gestión no mejoró la educación pública, pero sí pavimentó su futuro político como favorita de los poderes fácticos y del empresariado más ortodoxo. El 28 de febrero de 2020, mientras la tormenta del Covid se acercaba a los colegios chilenos, Cubillos abandonó el buque del ministerio, para liderar el Instituto Libertad y Desarrollo y la campaña del Rechazo a la nueva Constitución. Ahora, se postula a redactar esa misma Constitución, desplegando la campaña más millonaria del país, con un presupuesto de $84.800.000. Su rival, Mario Aguilar, también es ahora candidato a constituyente.
El abogado Raúl Figueroa sucedió a Cubillos. Tuvo un año para consensuar con los profesores las condiciones del regreso a clases presenciales. En cambio, se convirtió en un llanero solitario que intentaba imponer medidas unilaterales. Su estilo hizo crisis el 1 de octubre, cuando convocó a las cámaras de televisión a Pirque para una “vuelta a clases” a la que no llegaron los alumnos.
Lamentablemente, la directiva del Colegio de Profesores no ha estado a la altura del desafío. En vez de trabajar en medidas realistas, han planteado una escalada de objeciones cada vez más extremas, desde que las comunas deban estar en Fase 5 hasta que “no queremos atiborrar el transporte público”.
El daño a los niños y adolescentes es inconmensurable: aumento de la brecha entre colegios ricos y pobres, deserción escolar, problemas de salud mental, y aprendizaje irremediablemente perdido en hogares en que las “clases virtuales” son un imposible.
La Unesco señala que el retorno a las aulas en Chile es “factible y urgente”. Unicef advierte del riesgo de una “generación perdida” si no se reabren las escuelas. Stephan Fraser, director de la Education Endowment Foundation, calcula que la brecha entre los niños más y menos aventajados puede ensancharse hasta un 75% más. La Defensora de la Niñez advierte que “la no presencialidad está afectando de manera más brutal a quienes son los más vulnerables del país”. El sueño de tener un país con oportunidades más igualitarias se aleja cada día que los niños chilenos pasan fuera de las aulas.
Mientras el ministro Palacios asegura que “me han contactado una serie de profesores para darme apoyo”. Es que lo que dijo no fue una falta de respeto, ni una mala educación: “Lo que he hecho es darle voz a los que no tienen voz, a los que no pueden opinar y en Chile tenemos que construir un país en que todos tengan voz”.
Los profesores chilenos no tienen el sueldo, el reconocimiento ni las condiciones laborales que merecen. Y desde esta semana, además tienen un nuevo vocero, uno que no eligieron, pero que les ahorra la molestia de tener que opinar ellos mismos: el ministro de Economía.