Hace tres semanas, la inauguración de una estatua del Presidente Aylwin provocó una transversal valoración de su figura. Desde Boric a Piñera, sus colegas que alguna vez fueron opositores o duros críticos de su legado, se pusieron en fila para destacarlo como ejemplo a seguir.
“Si alguna vez se nos recuerda como hoy se recuerda a Aylwin, Frei, Leighton, Tomic, Fuentealba, sin lugar a dudas habremos cumplido nuestro cometido”, dijo el Presidente Boric, quien también reivindicó la expresión “en la medida de lo posible”, que había criticado duramente años atrás.
Tres semanas después, el Acuerdo por Chile es un regreso, y ya no sólo simbólico, a los claros y oscuros de esos años 90. En el lado luminoso, nos vuelve a mostrar a una clase política capaz de hacer su trabajo: negociar y llegar a acuerdos en los grandes temas. Pero también nos retrotrae a ese temor a permitir que los ciudadanos decidan libremente el destino del país.
Es un acuerdo en la medida de lo posible.
Resulta alentador que los principales partidos, desde la UDI al Partido Comunista, hayan sido capaces de encontrar terreno común. Algo que ojalá se replique en seguridad, reforma tributaria y pensiones. La política debe mostrar que puede actuar en conjunto en los grandes problemas del país, o terminará devorada por las alternativas demagógicas y extremas que se quedaron fuera de esta negociación, desde Kast a Jiles.
Porque hay una sola cosa peor que este acuerdo: no tener acuerdo. La alternativa es quedarnos con la Constitución de Pinochet. Y como enseña la sabiduría popular chilena, peor es nada.
Aunque, claro, las trabas y letras chicas son muchas. Partamos por las 12 “bases constitucionales”, 12 corsés que limitan el debate a extremos absurdos. Así, la nueva Constitución deberá contener “a lo menos cuatro estados de excepción constitucional: estado de asamblea, de sitio, de catástrofe y de emergencia”. Y el Poder Legislativo será “bicameral, compuesto por un Senado y una Cámara de Diputados y Diputados”. O sea, los propios parlamentarios se aseguran sus pegas, prohibiendo que se pueda siquiera discutir la forma del Congreso.
Muy elegante.
Sigamos: los mismos congresistas designarán a un “Comité Técnico de Admisibilidad”, que actuará como juez para resguardar estas bases. De nuevo, los incumbentes se quedan con la llave y el candado, en vez de delegarlo a un órgano autónomo como la Corte Suprema.
El Congreso también designará a una poderosa “Comisión Experta”, que redactará el anteproyecto de Constitución, integrará el Consejo Constitucional con derecho a voz, y podrá vetar el texto final. Lo más grave es que, en caso de discrepancias entre los consejeros elegidos y los comisionados designados, podría formarse una comisión mixta, en que ambos grupos tendrían la misma representación.
A esos designados se les llama por el eufemismo de “expertos”. Serán “24 personas de indiscutible trayectoria profesional, técnica y/o académica”, elegidos por el Congreso “en proporción a la representación de las distintas fuerzas políticas”. El enunciado ahorra mayores comentarios: un “experto” lo será cuando los partidos políticos decidan que lo sea.
En un momento estuvo en duda que el Consejo Constitucional fuera íntegramente electo. Afortunadamente, los partidos recapacitaron y los 50 consejeros serán elegidos. Pero el sistema electoral será el mismo del Senado, y aquí también hay letra chica.
El Congreso es bicameral, porque ambas cámaras cumplen funciones distintas. Los diputados representan a la ciudadanía, mientras el Senado es el órgano de representación de las regiones. Eso tiene lógica como parte del Poder Legislativo, pero replicar ese sistema de elección en el Consejo Constitucional provocará graves distorsiones.
La Región Metropolitana tiene 5.877.326 votantes y elegirá cinco consejeros. La Araucanía también elegirá cinco, pero con apenas 901.524 electores. En otras palabras, el voto de un ciudadano de Temuco o Angol valdrá seis veces más que el de uno de Maipú o La Florida.
Otro ejemplo: Aysén, con 97.887 inscritos, elegirá dos consejeros. Un voto de Coyhaique o Cochrane valdrá 24 veces más que uno de Puente Alto o San Bernardo.
Así, se replica uno de los aspectos más criticados de la fracasada Convención: la sobrerrepresentación del padrón indígena. Y esta vez, la distorsión se amplifica de manera sistemática a todo el país. ¿Por qué? Porque la derecha, que tiene la sartén por el mango en esta negociación, es más fuerte en regiones pequeñas y más débil en la Región Metropolitana. Y esta, teniendo el 39% de los ciudadanos, elegirá apenas el 10% del Consejo.
Son los pies forzados de un acuerdo “en la medida de lo posible”, sí. Pero en la época de esa frase, lo imposible tenía contornos inescapables. La medida de lo posible era un exdictador que mantenía secuestrado al país, amenazando con que “si tocan a uno de mis hombres, se acaba el Estado de Derecho”. La medida de lo posible era una pistola arriba de la mesa, eran unos corvos acerados listos para desatar de nuevo el horror.
Hoy, ese límite ya no existe. Es, simplemente, la reticencia de la clase política a ceder algo de su poder.
En el Acuerdo por Chile no hay una sola palabra sobre participación ciudadana. Ni cabildos, ni discusión, ni iniciativa popular. Al revés, el cronograma, absurdamente breve, parece diseñado para evitar que los ciudadanos puedan cuestionar y participar del debate. Un anteproyecto escrito por los designados. Apenas cinco meses para que los consejeros trabajen y resuelvan sus discrepancias con los designados. Y míseros 36 días para que los chilenos se informen sobre el proyecto antes de votar Apruebo o Rechazo.
Hace 190 años, Diego Portales decía que “el orden social en Chile se mantiene por el peso de la noche: la tendencia casi general de la masa al reposo es la garantía de la tranquilidad pública”.
Hoy, ese peso de la noche vuelve a ser la medida de lo posible.