"Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras sorprenden a la gente siempre desprevenida”, escribe Albert Camus en La Peste, un clásico reconvertido en súbito bestseller: ya es el tercer libro más vendido en Italia, el país al que la epidemia sorprendió desprevenida.

Es que, escribe Camus, “la plaga no está hecha a la medida del ser humano, por lo tanto el ser humano se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar”.

Sin embargo, ese mal sueño está aquí.

Las estimaciones oficiales son de pesadilla. En Alemania, Reino Unido y Estados Unidos prevén el contagio de hasta el 40, 60 o 70% de la población. Se toman medidas radicales con un objetivo modesto: “aplanar la curva”, para que los casos se distribuyan en el tiempo y no colapsen los sistemas sanitarios. Es lo que ya ocurre en Italia, donde los fallecimientos diarios se cuentan por cientos y algunos médicos no tienen más remedio que dejar morir a los que son demasiado viejos o están demasiado enfermos.

La economía mundial entra en un coma inducido, en que se paran los viajes, la producción y las cadenas de suministro para frenar la velocidad de la epidemia. Esta semana ya tuvimos el peor crash bursátil de la historia de Europa, y la mayor caída del mercado estadounidense en 33 años. Los efectos son impredecibles, porque las epidemias marcan como cicatrices la historia humana: la plaga de Atenas selló el fin del esplendor ateniense, y la peste negra sepultó el poder de los señores feudales y allanó el ascenso de la burguesía.

Las sociedades modernas hemos desarrollado sistemas inmunes para enfrentar las epidemias. Se basan en la cooperación internacional ante amenazas globales; la cohesión social, que permite actuar solidariamente; un sistema de salud robusto y universal; y un Estado eficiente y creíble, que sigue criterios científicos para tomar medidas.

Pero hoy enfrentamos la mayor emergencia planetaria desde la Segunda Guerra Mundial con ese sistema inmunológico severamente debilitado. Las democracias occidentales son más desiguales y sus Estados, más débiles; los nacionalismos populistas desbaratan la cooperación internacional y promueven el sálvese quien pueda; y la oleada anticientífica infecta de irracionalidad al debate.

En Estados Unidos, Trump había disuelto en 2018 el equipo de preparación para pandemias de la Casa Blanca, y pasó semanas bajándole el perfil a la amenaza del coronavirus: dijo que los casos serán “cercanos a cero”, y que la epidemia era “el nuevo engaño” de la oposición. Desde México, otro presidente populista también contribuye a la desinformación: “hay que abrazarse, no pasa nada”, dice con alegre irresponsabilidad López Obrador.

El sistema inmune de la sociedad chilena también está deprimido, por un contexto de odiosidad social y de desprestigio de todo lo que huela a autoridad: esta semana, algunos ingeniosos proclamaban que el coronavirus era un invento del gobierno para frenar el movimiento social.

El jueves se anunció que el sábado el Presidente anunciaría medidas que finalmente anunció el viernes en la noche, seguidas por otras anunciadas por el ministro de Salud el sábado a mediodía. No es sostenible que la comunicación pública de la crisis siga contaminándose porque Piñera, en paralelo, insiste en acusar atentados que nunca ocurrieron o entrega confusas versiones sobre cuándo se enteró de los incendios en el Metro.

Un Presidente con una relación conflictiva con la verdad, y una credibilidad nula entre los ciudadanos, no es el líder que uno soñaría en esta emergencia. Por eso urge despersonalizar la gestión de la crisis, y poner la comunicación cotidiana en manos de voceros científicos, sin agenda partidista. En España, el epidemiólogo Fernando Simón lleva ocho años a cargo de emergencias como el ébola, sin importar el color político del gobierno, y es una voz creíble para la ciudadanía.

También la oposición debe ponerse seria, y dejar de fantasear con sacar a Piñera de La Moneda por secretaría. Vienen decisiones políticas de alto impacto: repetir una marcha como la del 8M es impensable, e incluso el plebiscito de abril está en riesgo. Gran Bretaña y Luisiana ya han decidido postergar elecciones. Lo responsable no es esconder la cabeza ante dilemas tan difíciles; hay que analizar todos los escenarios para preparar respuestas sanitarias y políticas serias, basadas en evidencia científica.

Esas respuestas no las encontraremos en las teorías de conspiración que ven engaños y fraudes en cada hecho. Tampoco en el extremismo neoliberal de quienes insisten, citando a Thatcher, que “no existe tal cosa como la sociedad”.

Bueno, es precisamente esa sociedad, esa cadena de relaciones que nos une con familiares, colegas y desconocidos, la que enfrenta su mayor desafío. Y ocurre cuando todas las estructuras que ordenan a esa sociedad están cuestionadas.

Quizás sea la oportunidad para recobrar una empatía que parece perdida. Nuestra proverbial solidaridad se pondrá a prueba cuando cada uno de nosotros decida, en cada situación cotidiana, cómo cuidarse y cómo cuidar a los demás. Ojalá descubramos, siguiendo a Camus, “algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los seres humanos más cosas dignas de admiración que de desprecio”