Que Calígula quiso nombrar cónsul a su caballo. Que Domiciano exigía ser tratado como un dios. Que Nerón cantaba un poema épico, el Iliupersis, mientras Roma se incendiaba. Las historias de locura, megalomanía y displicencia contadas por Suetonio en “Las vidas de los doce césares” parecen demasiado extremas para ser ciertas. Pero, veinte siglos después, dos aspirantes a césar se esmeran en superarlas.
Esta semana, Donald Trump propuso ingerir desinfectante para combatir el coronavirus. “Lo elimina en un minuto. ¡Un minuto!” proclamó antes de sugerir que “podamos hacer algo así, con una inyección en el interior, casi una limpieza”, para que el producto “se meta en los pulmones”.
En Nueva York, las emergencias por consumo de desinfectante se duplicaron tras el discurso presidencial; las autoridades ambiental y sanitaria, y los fabricantes de Lysol tuvieron que sacar urgentes declaraciones advirtiendo que ingerir productos de limpieza puede ser fatal.
Contradiciendo toda la evidencia científica, Trump había llamado a la preocupación por el virus “un engaño”, lo había asimilado a la gripe común, y había dicho que simplemente “desaparecería”. Ahora, usa su Twitter para alentar a sus fanáticos a protestar en las calles contra las cuarentenas dictadas por gobernadores en varios estados.
El imitador brasileño de Trump, Jair Bolsonaro, también desestima al Covid-19 como “una gripecita” y alienta las manifestaciones masivas. Cuatro de sus asesores más cercanos dieron positivo por coronavirus, pero, en vez de cumplir la cuarentena, el Presidente salió a la calle para mezclarse, con abrazos y selfies, en una protesta contra el Congreso. Esta semana destituyó a su ministro de Salud, quien cometió el pecado de intentar seguir la evidencia científica. Luego, Bolsonaro arengó a una multitud de fanáticos religiosos y extremistas políticos reunidos frente a la sede del Ejército para pedir una intervención militar en su favor.
Los dos césares son megalómanos, mitómanos y narcisistas, pero cuidado: sí tienen una estrategia. Incapaces de manejar la crisis, usan la táctica de la mentira y el caos para ocultar su fracaso (52.870 muertos en Estados Unidos, 3.704 en Brasil, y contando).
“Si no puedes convencerlos, confúndelos”, recomendaba Harry Truman. Trump y Bolsonaro lo hacen con método: fracturan la sociedad en dos campos enfrentados, donde la evidencia deja de importar y lo único relevante es la fe en el líder. Para eso, destruyen la confianza de sus seguidores en cualquier fuente de información, atacando como enemigos a científicos, organizaciones de la sociedad civil y medios de comunicación.
En marzo, siguiendo a Trump, apenas el 24% de sus partidarios decían estar preocupados por el coronavirus (contra el 67% de los opositores). En Arizona, un partidario de Trump lo escuchó en televisión hablando de los supuestos beneficios de la cloroquina, y, obediente, tomó fosfato de cloroquina para evitar el contagio. Murió intoxicado.
En Chile, algunos voluntariosos asimilan al Presidente Piñera y al ministro Mañalich con esos dos césares. El ex ministro Eyzaguirre dice que “ve a Piñera similar a Trump”. Eso es injusto. Hay una diferencia fundamental: tanto Piñera como Mañalich respetan la ciencia y consideran la evidencia en sus decisiones. Al menos hasta ahora, la crisis sanitaria no se ha descontrolado en Chile. Nuestro sistema de salud no ha colapsado, y los esfuerzos del gobierno han sido reconocidos por la Organización Mundial de la Salud.
Mañalich es un profesional competente, con fuerte liderazgo y un máster en Epidemiología. No necesita copiar las estrategias de los césares para enfrentar la crítica pública. Pero eso es precisamente lo que ha hecho. Tras ser desmentido por el embajador chino, el ministro acusó al medio que publicó la entrevista, La Tercera, de “inventar una respuesta que el embajador no dio”. Eso es falso. Xu Bu respondió por escrito, y el diario transcribió su respuesta textual. Peor aun, replicando las bravuconadas de Trump y Bolsonaro, Mañalich dijo que “el trabajo de la prensa es vender cosas en base a inventar mentiras”.
En una crisis inédita como esta, nadie tiene certezas. Las autoridades avanzan a tientas, a ensayo y error, en medio de datos precarios y cambiantes. Por supuesto que pueden equivocarse.
Pero el ministro parece empeñado en probar que tiene todas las respuestas, aunque deba reescribir la historia. Asevera que los pacientes no pueden volver a contagiarse en un año (la OMS dice que no hay evidencia concluyente al respecto). Da versiones tajantes acerca de la importación de ventiladores (que son mil, que son 500, que son una donación china, que son un regalo empresarial…) Se contradice sobre la suspensión de clases. “Hemos accedido (porque) uno escucha argumentos que son razonables y prudentes”, dijo al anunciarla el 15 de marzo. “Nunca quisimos, nunca compartimos la idea de cerrar las escuelas, nunca. (…) Fue un grave error”, apuntó el 21 de abril.
El ministro haría bien en hacer oídos sordos a los aduladores que, hoy como en la Antigua Roma, revolotean en torno al poder. El presidente de Libertad y Desarrollo describe a Mañalich como un “gigante”, “líder de una gesta”, que “no descansa”, y cuya gestión se “admira” en “todo el mundo”.
Más bien debería atender las críticas constructivas de los expertos de la sociedad civil que piden más transparencia en los datos para así poder evaluar y sugerir mejoras en la toma de decisiones. Como el profesional competente que es, Mañalich seguiría así los pasos de los generales romanos, que en sus momentos de gloria se encargaban de que alguien les susurrara al oído: “recuerda que eres sólo un hombre”.