¡Mierda! ¡La economía!”, grita despavorido un dinosaurio mientras ve un asteroide a punto de impactar la Tierra. El meme -divertido y efectivo- resume bien el sentido común de estos días: hablar de la economía es una frivolidad en un momento en que la única preocupación debe ser evitar las muertes por el coronavirus.
El dinosaurio no solo es estúpido. Además, es inmoral. La discusión maniquea que domina las redes sociales no admite grises: de un lado, los altruistas preocupados de salvar vidas. Del otro, los codiciosos dispuestos a sacrificar inocentes con tal de cuidar sus bolsillos.
La bolsa o la vida. Para cualquier persona con un mínimo de ética, resulta obvia la elección.
Pero, lamentablemente, la vida real es más complicada que esas caricaturas.
Esta semana, el FMI anticipó que esta será la mayor crisis económica mundial en al menos 90 años, y el ministro de Hacienda sinceró que, “sin duda”, 2020 será el peor año para los hogares chilenos desde la traumática crisis de los 80.
Esos fríos números tienen un efecto directo: matan personas. Un país empobrecido tiene menos recursos para construir hospitales, formar médicos, vacunar a su población y tratar las aguas servidas. La relación es directa: mientras más rico es un país, más viven sus habitantes: 85 años en Singapur contra 59 en Somalia; 84 en Suiza contra 53 en la República Centroafricana. Mientras más ingreso per cápita, menos niños mueren antes del año de vida: 0,1% en Luxemburgo contra 8,7% en Sierra Leona.
Lo mismo ocurre dentro de cada país. Una familia más pobre se alimenta peor, vive en un ambiente más insalubre y, en consecuencia, muere antes. En promedio, una mujer de Vitacura o Providencia llega a los 88 años de edad. En La Pintana, solo a los 77. Son 11 años robados por la pobreza. Un niño nacido en Tiltil tiene el doble de probabilidades de morir antes del año de vida (1,02%) que uno que tuvo la suerte de nacer en Las Condes (0,49%).
La pobreza enferma y mata. Y también lo hacen las crisis económicas.
“El crecimiento económico es el factor más importante en la duración de la vida”, concluye el profesor de epidemiología de Yale Harvey Brenner, tras un estudio que comprobó la relación directa entre cesantía y mortalidad. “El empleo es el elemento esencial del estatus social y tiene consecuencias muy importantes para la autoestima”, dice Brenner. “Cuando lo pierden, las personas se vuelven más susceptibles a la depresión, las enfermedades cardiovasculares, el sida y muchos otros males que aumentan la mortalidad”.
Otro estudio, del Hospital Universitario de Copenhague, Dinamarca, comprobó que los pacientes con problemas cardíacos tienen 50% más riesgo de fallecer si pierden su empleo; la cesantía resulta más mortífera que tener diabetes o infartos previos.
Una investigación de científicos estadounidenses y canadienses que analizó más de 20 millones de pacientes en todo el mundo concluyó que el riesgo de muerte entre los cesantes es 63% mayor que entre quienes tienen trabajo.
Pues bien, en Chile, 56.986 empresas, que emplean a 786 mil personas, ya se han acogido a la ley que les permite suspender el pago de sueldos. Sumemos a los 300 mil chilenos que fueron despedidos solo en marzo, y tenemos ya a más de un millón de personas que se quedaron sin su fuente de ingresos o están en serio riesgo de perderla, al menos temporalmente, quedando acogidos solo al seguro de desempleo.
Y esto sin contar los efectos, muy difíciles de medir, de la cuarentena sobre la obesidad, el alcoholismo, la drogadicción, la depresión o la violencia intrafamiliar, males que empeoran la calidad de vida y provocan miles de muertes cada año en Chile.
¿Por qué, pese a toda esta evidencia, salvar la economía sigue pareciendo un eufemismo para beneficiar a algunos inescrupulosos?
Probablemente, porque las señales que recibimos desde el mundo del poder son precisamente esas.
Las isapres, después de su numerito de subir el precio de los planes, ahora se dieron el gusto de rechazar o reducir una de cada tres licencias médicas relacionadas con el coronavirus, obligando a la superintendencia a intervenir.
Las AFP Habitat y Capital informaron que planean repartir entre sus dueños $ 46.000.000.000 en dividendos, poco después de que se informara que cada afiliado a las AFP había perdido en promedio dos millones de pesos de sus ahorros en el primer trimestre del año.
En medio de la peor crisis sanitaria, económica y social de nuestra generación, unos enferman, otros se niegan a pagar. Unos pierden sus ahorros, otros reparten utilidades.
“No podemos matar la actividad económica por salvar vidas”, dijo el gerente general de la Cámara de Comercio de Santiago defendiendo la reapertura de los malls, y aunque luego se disculpó, la frase caló hondo. Entonces, cuando el comercio consigue que el gobierno le dé luz verde para reabrir los malls, la sospecha general es que se está pensando más en el bolsillo de sus dueños que en el bienestar de sus trabajadores.
Cuando el gobierno instruye a los empleados públicos volver a sus oficinas, muchos suponen que persigue alguna torcida ganancia particular. Cuando el plan de salvataje a las empresas es más rápido que la todavía pendiente asistencia a los trabajadores informales pauperizados por la crisis, millones de familias se sienten abandonadas a su suerte.
Salvar vidas es la prioridad. Hacerlo depende de un delicado equilibrio entre variables sanitarias, económicas y sociales. Pero, sobre todo, de una población que confíe en que esas medidas buscan el bien común y no el interés de unos pocos.
Es esa confianza la que hoy escasea en Chile.