La República del 88 celebró siete elecciones presidenciales, y sus ganadores fueron variados: dos veces la Democracia Cristiana, tres los socialistas, dos la derecha. Los hombres fueron elegidos cinco veces y las mujeres, dos. Llegaron a La Moneda hijos de un Presidente de la República (Frei), de un presidente de la Suprema (Aylwin), de un general de aviación (Bachelet), de un embajador (Piñera) e incluso -cosa francamente insólita- alguien de una familia ajena a la élite dirigente (Lagos).
Pero hay una sola cosa que los habitantes de La Moneda han tenido en común desde 1988: todos ellos, sin excepción, votaron por el “No”.
Hay momentos únicos en la vida de los países que dividen las aguas por una generación. Y en Chile, haber apoyado a Pinochet en el plebiscito es una marca indeleble. Joaquín Lavín intentó romper la maldición con un acto de contrición retrospectiva: dijo estar arrepentido de haber votado que “Sí”, reconocimiento en que lo siguieron otros, como el general Fernando Matthei (“voté ‘Sí’ cuando en el fondo deseaba que fuera un ‘No’”), Sergio Diez y Catalina Parot.
No se conoce de arrepentimientos al revés. En 1988, el “No” ganó al “Sí” por 12 puntos (55% a 43%). En 2018, una encuesta de Criteria preguntó cómo votarían los chilenos hoy: la diferencia esta vez fue de 52 puntos: 70% para el “No” y 18% para el “Sí”. Además, 55% decía que no votaría por un candidato presidencial que 30 años antes hubiera estado por el “Sí”.
De octubre de 1988 pasamos a octubre de 2020. Otra vez, si las condiciones sanitarias lo permiten, un plebiscito primaveral marcará a una generación. Y parte de la derecha parece decidida a infligirse una nueva maldición.
No tiene por qué ser así. De hecho, el acuerdo para convocar al plebiscito fue más cuestionado desde la extrema izquierda que desde la extrema derecha. Firmaron el pacto, con más o menos entusiasmo, desde la UDI hasta parte del Frente Amplio. De los 18 diputados que votaron contra el plebiscito, 17 eran de izquierda: comunistas, humanistas, regionalistas y ecologistas. El fan de Pinochet Ignacio Urrutia fue el único que se opuso desde la derecha.
Entonces, Pamela Jiles (PH) acusó a los firmantes de “traicionar al pueblo” con “un acuerdo espurio”. “Esto es algo deleznable”, apuntó Carmen Hertz (PC). “Es darle la espalda al pueblo de Chile”, agregó Karol Cariola (PC).
Todos ellos, por cierto, ya se subieron con entusiasmo al carro de la victoria; algunos incluso se pasean por el Congreso vistiendo una “banda del ‘apruebo’”. De los arrepentidos es el reino de la política.
Mientras, parte de la derecha se baja. Desde los nuevos ministros Andrés Allamand y Jaime Bellolio, hasta buena parte de los “liberales” de Evópoli se han pasado al “rechazo”, pese a que el derrotismo en las filas de esa opción es patente.
El “rechazo” va perdiendo: 20% a 71%, según Cadem. 10% a 77%, según Activa Research. 17% a 75%, según Criteria. Hasta el Comando de Independientes por el Rechazo lo reconoce (31,8% contra 68,2%, según una encuesta que dicen haber encargado). Y la mejor evidencia de que se sienten perdedores es que algunos prefieren patear el tablero.
El senador Francisco Chahuán (RN) propone que el plebiscito sea inválido si vota menos del 50% del padrón. El diputado Cristóbal Urruticoechea (RN) exige una participación mínima de 10 millones de personas (¡dos tercios del padrón!), y teoriza que “el plebiscito es ilegítimo, ya que tiene vicios de origen, fue adoptado bajo amenazas en el uso de la fuerza” (Urruticoechea votó a favor de este “plebiscito ilegítimo” en la Cámara).
Su colega Sergio Bobadilla (UDI) reclama una participación de 66% para que sea válido y filosofa: “El plebiscito más seguro es el que no se hace”. Adivinen: Bobadilla también votó a favor del acuerdo en la Cámara. Todos estos parlamentarios fueron elegidos con una participación de 46%, elección que, por supuesto, les parece perfectamente legítima.
Los políticos suelen no estar de acuerdo consigo mismos. José Antonio Kast pasó semanas, en los peores momentos de la pandemia, exigiendo “volver a abrir el país”, “reabrir el comercio” y “volver a trabajar”. Pero salir a votar un día en octubre, dice Kast, “va a llevar a miles de chilenos directo a la muerte”.
Con porfía suicida, parte de la derecha se empeña en convertir el de octubre en un plebiscito entre ellos y la oposición, a favor o en contra del gobierno. “En Chile Vamos hay una definición muy categórica a favor del ‘rechazo’”, insiste el ahora canciller Andrés Allamand, un consumado experto en elegir siempre el lado perdedor de cada batalla.
El problema del “rechazo” no es moral, sino político. En un referéndum hecho en democracia, ninguna opción es moralmente superior a la otra. Pero una sí puede ser políticamente desastrosa. Lo sabe el Presidente Piñera, quien no aguanta estar del lado perdedor en ninguna apuesta. Y ahora debe ver cómo tantos de sus partidarios lo empujan hacia una opción perdedora o, peor, tratan de evitar esa derrota por secretaría.
Se condenan así -como en 1988- a una travesía del desierto que podría durar otra generación. Una trampa en que no cae el más hábil de ese sector. Joaquín Lavín sabe que su maldición de 32 años puede estar a punto de romperse. Por eso votará “apruebo” en octubre. Y con ello se le podrían abrir, al fin, limpio de mácula, las esquivas puertas de La Moneda. Nada como un plebiscito histórico para borrar la mancha de otro.