Alejandro Venegas nació en un hogar de clase media de Melipilla y ascendió por la siempre estrecha escalera de la meritocracia: entró al Instituto Nacional, formó la primera generación de egresados del Pedagógico, aprendió cinco idiomas, creó academias literarias a lo largo del país y fue vicerrector del Liceo de Talca, una posición de poder y prestigio en esa época.
A principios del siglo XX, Venegas comenzó una serie de viajes, desde las salitreras del norte hasta La Araucanía, intentando abrir los ojos del poder a la realidad del país que gobernaban. En libros escritos como cartas a los presidentes de la época, firmados con el seudónimo de “Dr. Julio Valdés Cange”, Venegas critica la autocomplacencia oficial, “los ecos de las salvas, los acordes de las músicas marciales que pregonan nuestra mentida grandeza”. En 1910 escribe al Presidente que “acabamos de celebrar nuestro centenario y hemos quedado satisfechos, complacidísimos de nosotros mismos”.
A esos “oropeles”, Venegas opone la realidad del Santiago profundo, con sus “horrorosos conventillos, sus interminables y desaseados barrios pobres”. “Si vos pudiérais, señor Presidente, dejar por unos días los palacios y descender a los conventillos de las ciudades (…), vuestro corazón se enternecería y vuestro rostro se enrojecería al ver la vida inhumana que llevan tres cuartas partes de nuestros conciudadanos”, escribe en su libro más célebre, titulado Sinceridad.
Los ecos de Sinceridad resuenan en el “sincericidio” cometido esta semana por el ministro de Salud, como calificó la periodista Lorena Penjean a su admisión de que en el Santiago profundo “hay un nivel de pobreza y hacinamiento del cual yo no tenía conciencia de la magnitud que tenía”.
Chile ha avanzado muchísimo, por cierto, en los 110 años que han pasado desde el centenario. Pero, tal como en 1910, hoy la autocomplacencia de la clase dirigente vuelve a chocar con la realidad de conventillos hacinados y barrios pobres.
Por eso pregonar la “distancia social” en Chile, refiriéndose en realidad a la distancia física para evitar los contagios, tiene una doble lectura triste. Porque, en la crisis de 2020 como en el centenario de 1910, seguimos siendo expertos en otra distancia social. En esa que nos permite vivir sin enterarnos siquiera de lo que ocurre en las otras burbujas que confinan a los estamentos de nuestra sociedad.
Esta distancia -este abismo- social intersecta con el sesgo de confirmación de autoridades que solo parecen tener oídos para cifras positivas y analistas complacientes. El ministro Mañalich, en su otra frase para el bronce de esta semana, admitió que “todos los ejercicios epidemiológicos, las fórmulas de proyección con las que yo me seduje en enero se han derrumbado como castillo de naipes”. Pero las proyecciones de entidades como Espacio Público, de científicos y epidemiólogos no se han derrumbado en absoluto. Siguen de pie, apuntando que la curva no se había aplanado, no estábamos en una meseta, y el aumento de casos no se explicaba por la cantidad de exámenes. No éramos líderes ni ejemplos mundiales. Éramos -somos- sólo otro país luchando, con aciertos y errores, una batalla en la que no hay certezas.
El gobierno se convenció de que había descubierto la pólvora con las cuarentenas dinámicas. Pero ese castillo de naipes se desmoronó cuando las medidas pasaron del barrio alto a las comunas vulnerables. En Las Condes o Vitacura, la cuarentena bajó la movilidad de las personas en 60%. Pero en El Bosque, Puente Alto o Quinta Normal, donde el sustento depende de lo que se gane día a día en trabajos informales, la movilidad apenas bajó entre 15% y 25%.
Lo más preocupante es que tampoco la cuarentena total está siendo efectiva. El Gran Santiago ya entró en su tercera semana de confinamiento total y, según admite la subsecretaria de Salud, la enfermedad “no da tregua”. En estos momentos, Chile supera el hito de las mil muertes, rebasa el promedio global de tasa de mortalidad y roza los 100 mil contagios.
Los problemas siguen siendo los mismos que expertos y asesores advirtieron desde el principio: sin un ingreso que les permita subsistir, los jefes de hogar de familias vulnerables deberán salir a la calle. Esto no se resuelve culpando a la irresponsabilidad de la gente ni prometiendo canastas de alimentos de las cuales apenas se ha repartido el 5%, sino con apoyo económico urgente y suficiente.
Y, aun si se quedan en casa, el hacinamiento seguirá propagando el contagio si no hay un sistema eficaz para identificar a los contagiados y llevarlos a residencias sanitarias.
Las instrucciones oficiales piden a los pacientes aislados “ocupar una pieza solo, con ventana” y baño exclusivo, algo que puede ser factible en Vitacura, donde las viviendas tienen en promedio 106 m2, pero es utópico en La Pintana (35 m2), Lo Espejo (38 m2) o La Granja, que con 40 m2 de promedio ya es la comuna con más infectados por habitante.
Por eso, la primera minuta del consejo asesor, el 15 de marzo, urgía aislar a los contagiados. La epidemióloga Catterina Ferreccio, parte del consejo, advierte que ese esfuerzo requiere “miles de personas” trazando y llevando a los infectados a residencias sanitarias. Hoy, dos meses y medio después, ni siquiera hay gente suficiente para llamar por teléfono. Con apenas 80 funcionarios, “el Contact Center no da abasto”, se lee en el acta del Comité Operativo de Emergencia (COE), publicada por Ciper. “Ayer, 11.000 contactos no se alcanzaron a llamar, lo que está ocurriendo a diario”.
En 1910, Sinceridad causó escándalo en el establishment. Francisco Antonio Encina calificó el libro de “olla de grillos”; Gonzalo Vial acusó al autor de estar “consumido por la ira”, y Mario Góngora, de sufrir un “pathos acusatorio con mucho de resentimiento”.
Venegas debió renunciar a su cargo y dejar la docencia. La élite no estaba dispuesta a tanta sinceridad; a abandonar su cómoda distancia social, esa que le permite ignorar día a día la realidad. Así era entonces y así es hoy. Hasta que los porfiados hechos la vuelven imposible de ocultar.