En medio del berrinche con que el presidente de Estados Unidos intenta desconocer su derrota, uno de los memes más populares en Chile ha sido un mapa del Gran Santiago pintado de azul, con el nombre “Biden” en él, excepto por el ya célebre segmento de las tres comunas del nororiente, pintadas de rojo y marcadas como “Trump”.
A primera vista, asimilar Rechazo y Trump parece obvio. Las marchas del Rechazo en Las Condes estaban llenas de fotos de Trump y jockeys con la consigna “Make America Great Again”. Los autodenominados “patriotas” enarbolaban banderas estadounidenses, virreinales Cruces de Borgoña y una que otra esvástica, imitando la parafernalia fascista de los supremacistas blancos que respaldan a Trump. Porque de eso se trata todo esto, ¿no? De gringos locos posando con subametralladoras y tomando cerveza mientras ondean banderas de la Confederación.
Caricaturizar a un movimiento por sus partidarios más ridículos es fácil, pero engañoso. No, los más de 70 millones de estadounidenses que votaron por cuatro años más para Donald Trump no son sólo racistas fanáticos de las armas y nostálgicos del Ku Klux Klan. Hay mucho más.
Por lejos el grupo que más votó a Trump son los blancos sin educación superior, donde el republicano arrasó con el 63%. Tal como en 2016, la clase trabajadora blanca respaldó abrumadoramente a un outsider que prometió defenderlos a ellos por sobre los intereses del establishment político y económico. “Drenar el pantano”, es la frase con que Trump prometió deshacerse de la burocracia política de Washington. También apuntó como enemigos a las élites de los medios de comunicación (¡fake media!) y a las todopoderosas empresas tecnológicas de Silicon Valley.
Trump lideró las donaciones de dinero en grupos como los trabajadores de la construcción, agricultores, mecánicos o gásfiters, mientras Biden recibió más dinero de profesionales como abogados, profesores, ingenieros y enfermeras.
Por cierto, a Trump lo respaldan intereses poderosos, como la industria petrolera. Pero quien ganó en los equivalentes estadounidenses de las “tres comunas” fue Biden, no Trump. El demócrata arrasó con el 84,5% de los votos en Manhattan, con 74,2% en Santa Clara, sede de Silicon Valley, y con 61,5% en el condado más rico de país: Loudon, en Virginia. (También ganó, por cierto, entre las minorías raciales y las mujeres).
Aunque no es mayoría, esta nueva versión populista y autoritaria del Partido Republicano está a punto de ganar el Senado, y saca cuentas alegres en estados como Florida y Ohio. “Nosotros somos el partido de la clase obrera ahora. Ese es el futuro”, dice el senador republicano Josh Hawley, imitando lo ocurrido en Europa, donde la clase trabajadora se vuelca hacia líderes autoritarios populistas como Marine Le Pen en Francia.
Trump podría intentar volver a la Casa Blanca en 2024. Pero un trumpismo sin Trump tal vez sea aun más temible. Un mitómano que desprecia la democracia e hizo un gobierno desastroso, incapaz de actuar con disciplina o armar equipos de trabajo, coronado con un manejo catastrófico de la crisis del coronavirus, sacó cerca del 47% de los votos. Como dice la socióloga turca Zeynep Tufekci, “el próximo líder autoritario será mucho más competente”, aplicando con más talento político las mismas ideas: la crítica a un sistema que “beneficia desproporcionadamente a los más ricos, abandonando a grandes capas de la población” y el uso de “la desconfianza en muchas instituciones liberales de la democracia, como la prensa”.
¿Qué nos dice todo esto a los chilenos? Lejos de una cómoda fábula sobre las “tres comunas”, nos obliga a examinar las esperanzas y peligros de nuestro propio momento populista. También en Chile la lógica de pueblo versus élite domina el sentido común. Pero a diferencia de Estados Unidos, este movimiento no ha traído polarización partidista, sino una unión popular que se demostró en hitos como la marcha del millón y el abrumador triunfo del Apruebo en el plebiscito.
Por ahora, el proceso constituyente ha tenido la virtud de canalizar esa energía populista en un proceso constructivo. Por ahora. Porque si la clase política insiste en secuestrar la Convención Constitucional para sus propios intereses, dominándola con sus cuadros y cocinas, la esperanza dará paso a la frustración. Y entonces la mesa quedará servida para un líder autoritario o una lideresa mesiánica que, desde la izquierda o la derecha, prometan drenar nuestro propio pantano y encabezar la lucha del pueblo virtuoso contra la élite corrupta.
El único antídoto es la inclusión. El plebiscito disparó la participación en comunas urbanas vulnerables y de clase media. Miles de jóvenes en Puente Alto, La Pintana y Maipú votaron por primera vez en sus vidas. El estallido y la crisis de la pandemia están reactivando, aunque aún embrionariamente, el tejido social. Juntas de vecinos, ollas comunes y centros comunitarios están reconectando a sus vecinos en zonas tomadas por el narco y pauperizadas por el desempleo. Se suman a organizaciones que ya llevan años defendiendo el medio ambiente, protegiendo el agua, y de paso creando sentido de pertenencia a lo largo de Chile.
Esos ciudadanos, esos líderes locales y esas redes de base deberían ser protagonistas en el proceso constituyente. En cambio, los partidos pretenden coparlo con militantes adornados con algunos “rostros” y familiares de políticos. Si nuestra élite, con su inveterada ceguera sobre lo que ocurre en su propio país, insiste en bloquear esa inclusión, sólo pavimentará el camino a nuestro propio Trump. Candidatos para ese trabajo no faltan.