Para mis amigos, todo. Para mis enemigos, la ley”, es una frase que se le atribuye al líder mexicano Benito Juárez. Es la perversión de la República: convertir la ley en un instrumento de persecución política, ocupado discrecionalmente contra quienes el poder considera sus adversarios.
En septiembre, siete comunidades mapuches entregaron una carta en la oficina de partes de la Intendencia de La Araucanía. En ella amenazaban con realizar tomas de terrenos, como parte de “un proceso de restitución de tierras ancestrales, colindantes a nuestras comunidades”.
La respuesta fue fulminante. El entonces ministro del Interior anunció una querella por Ley de Seguridad del Estado (LSE) contra los firmantes. “Nadie puede, a través de una carta ni por ningún otro medio, anunciar que va a cometer delitos, sin tener ninguna sanción por ello”, advirtió Víctor Pérez.
Dos semanas después, ocho sujetos se reunieron en una oficina de Av. Apoquindo, en Las Condes, la que, según publicó La Tercera, era ocupada por la campaña del Rechazo. Desde ahí, los individuos, activos participantes de las marchas del Rechazo y miembros del grupo radical Vanguardia, llegaron esa noche al domicilio particular de la fiscal Ximena Chong. Usaron tres automóviles, entre ellos un Volvo, y dos motos, con patentes adulteradas. Mientras los vehículos vigilaban el perímetro, los motoristas entregaban una carta que recibió el hijo de la fiscal.
“Los corruptos como usted no tienen cabida en nuestra nación y (…) tomaremos las medidas que consideremos necesarias, sean cuales sean, para defender a nuestro país. Si usted considera que esta carta constituye una amenaza seria hacia su integridad sicológica y física, entonces está en lo correcto”, decía la misiva. Al allanar los domicilios de los imputados, la policía encontró armamento de guerra: una subametralladora Uzi automática calibre 9 milímetros junto a 17 cartuchos, además de un rifle de aire comprimido, armas de fogueo, cascos y chalecos antibalas. “El equipamiento es de un grupo organizado que tenía por fin amedrentar e impedir que la autoridad cumpliera con su rol”, advirtió el director de la PDI.
El subsecretario del Interior, en cambio, dijo a radio Coopeartiva que “los utensilios que tenían no eran de gran importancia, salvo esta subametralladora Uzi”. Después del revuelo causado por sus dichos, el gobierno anunció una querella por Ley de Armas, sólo contra el dueño de la Uzi. No hubo querella alguna por el operativo de amedrentamiento. Así, los otros siete sujetos, que incluyen dueños de automotoras, jardines infantiles y empresas de maquinaria industrial, quedaron libres mientras se investiga.
Para nuestro gobierno, una carta entregada en una oficina de partes, amenazando con tomas de terrenos, es un atentado contra la seguridad del Estado, pero un operativo paramilitar contra la casa de una fiscal para amedrentarla, no lo es.
Sí lo son, también, más de mil casos. Solo desde el estallido social hasta el 7 de julio de este año, el gobierno presentó 1.054 querellas por LSE, a un ritmo de una cada seis horas. Entre los querellados están un activista por decir, en una asamblea: “Queremos que caiga Piñera, queremos que caiga este gobierno”; sujetos que lanzaron piedras y pintura contra el monumento a los héroes de Iquique en Valparaíso, y un hombre que arrojó un huevo a la gobernadora subrogante de Valparaíso.
La disparidad de criterios no es exclusiva del gobierno. Políticos de todos los sectores suelen mirar la realidad con gafas diferenciadas según el color político de los responsables de actos de amenaza o violencia, siendo comprensivos con los propios e implacables con los adversarios.
Pero es el Ejecutivo el que puede acusar a los ciudadanos, perseguirlos y usar la fuerza pública en su contra. Cuando ese enorme poder se usa arbitrariamente, discriminando a las personas según su filiación política, redes de contacto, comuna de residencia u origen racial, entonces el gobierno deja de ser garante del estado de derecho.
El uso discriminatorio de la LSE es sólo uno de los indicios alarmantes. Esa misma lógica de amigos y enemigos marcó la breve gestión de Víctor Pérez, quien usó su cargo para defender a los dueños de camiones que bloqueaban rutas, dispensar certificado de inocencia a un correligionario (“estoy seguro de que Pablo Longueira es absolutamente inocente”), criticar a la fiscal Chong al conocerse las amenazas en su contra (“carece de objetividad”) y atacar a Contraloría por hacer su trabajo al investigar a Carabineros (“no se puede debilitar la acción de Carabineros (…) los cargos van a ser desvirtuados”).
En otro episodio, funcionarios de la salud pública fueron acusados por el gobierno de negar atención a carabineros. Cuando los cargos fueron desmentidos, los trabajadores exigieron disculpas. Pero, en vez de rectificar, Pérez acusó a los injuriados de “superioridad moral” y “soberbia”.
Incluso, el ministro de Justicia intervino a favor de un amigo, al declarar su “plena confianza en Jaime Orpis” y ofrecerse “con todo gusto” a declarar en su favor en un juicio por corrupción (tras las críticas, decidió no testificar).
Con cada uno de estos actos, el gobierno divide a los chilenos en amigos y enemigos, e incumple el deber de usar su poder con imparcialidad.
Se aleja, paso a paso, del ejercicio democrático para deslizarse por la pendiente resbaladiza de la autocracia. Y así degrada la ley. Para usar la palabra de moda: la convierte en un utensilio de acción partidista.