Las imágenes de miles de bolsonaristas irrumpiendo en los edificios de los tres poderes del Estado en Brasilia son aterradoras. Así como la desidia y ambigüedad de Bolsonaro, que se encontraba en Florida. Sembró los vientos para que esto pasara y luego miró para el techo cuando se cosecharon tempestades. Su responsabilidad -al menos política- es insoslayable.

El asalto en Brasilia debe llamar a la alerta, a una ultra alerta. Porque es una copia al asalto al Capitolio en Washington realizada por hordas trumpistas, y porque puede entonces pasar en otras partes. El guion es el mismo: partidos y figuras de ultraderecha que, con distintos tonos y modos, salen electos y socavan las bases de la convivencia democrática y del respeto a sus instituciones básicas. Seducen a un electorado nostálgico de otros años, donde la globalización no había causado estragos en sus empleos, o cambios propios de una sociedad más amplia y diversa. Atizan el fuego contra las minorías antes discriminadas y hoy más empoderadas, y las emprenden contra el feminismo. Exaltan dictaduras y líderes autoritarios, deshumanizan a los pobres, a los migrantes, a los distintos. Piden más armas, para así defenderse de los “bárbaros”, proyección freudiana de su barbaridad interior.

Así fomentan la ira, la adversarialidad, la ruina del sistema político a través de su torpedeo permanente. La irritación y la estridencia son su signo frecuente, así como un abierto orgullo en desafiar lo que algunos consideramos avances civilizatorios, pero que, para ellos, son meras patrañas de los políticamente correctos.

Están con un pie en el sistema político -postulando y ganando elecciones-, pero para, desde allí, muchas veces torpedear los pesos y contrapesos democráticos, las libertades, la convivencia. No reconocer los resultados electorales -y decirlo por adelantado con la máxima de que “si pierdo, la elección fue robada”- es parte del guion, así como ejércitos de trolls que persiguen y hostilizan en redes sociales a quienes los señalan como lo que son. También habilitan la violencia física, de modo expreso o indirecto. Acá ya hemos visto al denominado Team Patriota en acción, haciendo “aprietes” y funando a parlamentarios.

La pregunta es cómo crecen, cómo se alimentan estos grupos de ultraderecha, y cómo se evitan situaciones como las vistas en Washington y Brasilia. Para la izquierda, la responsabilidad es pensar, como dice Mark Lilla, en cuánto se nutren estos grupos de agendas de la llamada política identitaria por sobre propuestas de izquierda más amplias, que incentiven y muestren un horizonte de bien común compartido. Siguiendo a Lilla, al centrar sus mensajes hacia las individualidades, en una sociedad ya de suyo individualista, se puede ahuyentar a un electorado que sí está por los valores clásicos de una agenda de izquierda, que por cierto incluye el respeto a las minorías, pero no solo eso. Una visión de sociedad que establezca mínimos civilizatorios que garanticen igualdad en lo básico, y así un horizonte de futuro donde las zozobras de la vida no queden a merced de lo que cada cual pueda hacer por sí solo.

Lo dice Lilla: un proyecto progresista que no gana elecciones, o que pierde sus mayorías, al no lograr interpretar anhelos y visiones de país mayoritarias, alimenta a estos grupos radicales. También lo alimenta un sistema político paralizado, que no saca adelante acuerdos y se consume en un juego de suma cero. El gobierno debe tomar nota de esto para salir de su amplia desaprobación.

Para la derecha y centro-derecha, también hay importantes desafíos con estos grupos: se puede poner un “cordón sanitario”, como hicieron Merkel y Macron. En Chile, no ha habido tal. Ya fueron en listas para convencionales junto a la versión chilena de partido de ultraderecha o far right, Republicanos, admiradores de Bolsonaro. Ya se sabe qué pasó. Y como terminó siendo José Antonio Kast el candidato de todo el sector. Está por verse qué pasará con la próxima elección de consejeros constitucionales. Otro riesgo para la derecha tradicional -como lo expresa con toda claridad Cas Mudde- es radicalizar su propia agenda. Es decir, que esas ideas y ese tono agresivo y hostil se vayan también colando en sus propias propuestas y tono, para no perder electores por el lado derecho.

Esta semana, el diputado Gonzalo de la Carrera -ex Republicano- hizo otra de sus performances, increpando al diputado Diego Schalper, quien le paró el carro con dureza. Y luego Schalper le tuiteó al mismo JAK:

“Señor Kast: la política para no terminar como Brasil tiene que ser seria y no con montajes infundados, como esta censura. Contribuya a la estabilidad, el diálogo y el respeto, cosas claves para el futuro de Chile. Ser oposición no es sinónimo de degradación de las personas”, escribió Schalper.

Señales de Chile Vamos que van en la dirección correcta. Así como es muy buena señal que se haya aprobado en el Congreso el nuevo proceso constitucional: un acuerdo imperfecto pero aceptable, y que permitirá una Constitución mejor que la del 80, escrita en órganos paritarios (promesa que se cumplió), y con el Estado social y democrático de derecho como principio ya consensuado en amplios sectores políticos chilenos.

Faltan más señales y logros como estos, que se hagan habituales y no excepcionales. Los demócratas de izquierda, centro y derecha deben proteger y blindar a nuestra democracia de quienes no creen en ella.