Insólita ha resultado la polémica estival de “alta gama” de la Corte Suprema de Chile. El mayor órgano jurisdiccional del país, cuyos miembros debieran entender mejor que nadie la naturaleza del discernimiento, se ha dedicado horas y horas, plenos y plenos, a discutir no sobre el alza del crimen organizado, la terrible sensación de inseguridad y de impunidad que aqueja a la ciudadanía, o acerca de los casos más graves de nuestro acontecer, sino que han dedicado su pensamiento y raciocinio a discutir sobre autos.
Sí, autos.
Autos de lujo o alta gama, más encima. Dentro de aquel organismo se ha discutido -como se ha conocido estas semanas- no solo acerca de la urgencia de cambiar sus autos oficiales -que los llevan y traen de Palacio-, sino que, además, y con mucho detalle, acerca de cuál sería la marca idónea. Después de un exhaustivo análisis de mercado -64 autos se revisaron en detalle- y de incluso tener modelos en exhibición en los estacionamientos, optaron por un modelo Lexus que vale 57 millones de pesos para renovar la flota de 22 autos que, como se sabe, tienen un costo fiscal -es decir, pagado con los impuestos de chilenas y chilenos- de 1.300 millones de pesos. Fue una decisión de mayoría de los miembros de la corte presentes (faltaron varios): se registran solo dos votos en contra: el del presidente de la corte, Ricardo Blanco, y de la magistrada Andrea Muñoz.
Cuando La Tercera, el 12 de febrero, dio a conocer esta información que causó gran rechazo, el descriterio “supremo” siguió. Explicaron, primero, que era porque el modelo de la flota actual (Toyota Camry) no estaba disponible. Luego se esgrimió que la elección se debía a razones ecológicas: buscaban un auto híbrido. O que las baterías de sus autos actuales estaban gastadas (¿cambiar una batería equivale a cuántos Lexus?).
Cuando las explicaciones sobre el costo-beneficio fiscal se transformaron en un laberinto absurdo (cómo se explica que 57 millones por auto es uso prioritario de los recursos fiscales y que, además, así se ayuda al planeta…), se siguió incurriendo en nuevos descriterios argumentales: desplazar la culpa a otros. Plantearon que este gasto había sido autorizado por el Ministerio de Hacienda. Ácido como pocas veces, el ministro Marcel los desmintió, y no solo eso: dijo que su auto tenía 260 mil km y todavía funcionaba bien.
Para resolver la situación, y si había o no autorización, el presidente de la corte pidió un informe al director de la Corporación Administrativa del Poder Judicial (CAPJ), a cargo de la tramitación. En definitiva, no hay papel alguno con la supuesta “autorización” de Marcel o la Dipres a la compra de 22 Lexus. De hecho, la Ley de Presupuesto 2024 no contempla la renovación de autos. Lo que hay es un oficio del 26 de enero en que la CAPJ le pide a la Dipres hacer uso del “saldo en caja” -dineros que no han sido gastados en años anteriores- para este propósito. Oficio que no tuvo respuesta. No hay que ser alto magistrado para saber que aquello de ningún modo significa aprobación.
Y, más allá de si estuvo o no autorizado o conversado con Hacienda, ¿no debieran los jueces del máximo tribunal comprender mejor que nadie que la responsabilidad no se extingue porque alguien le haya “autorizado” determinado mal actuar? ¿Dónde queda su propio discernimiento, su propia capacidad, como órgano máximo de justicia, para distinguir lo bien hecho de lo mal hecho? ¿Lo fundamental de lo accesorio?
Finalmente, después de todo este episodio, la operación Lexus -que además era por trato directo- se abortó. Luego de dos horas de otro pleno dedicado a los autos, los supremos decidieron revertir la medida. El secretario de la Suprema, Jorge Sáez, leyó la resolución: “Se decidió dejar sin efecto el acuerdo adoptado para la compra de 22 automóviles Toyota Lexus ES300H”, aseguró, sosteniendo que el tribunal no era ajeno a la “contingencia y al contexto de los acontecimientos que preocupan al país”.
Una correcta decisión, por fin, pero no deja de ser alarmante que, aun cuando declaran no estar ajenos a la “contingencia”, hayan tenido que destinar varios plenos para decidir . Desde que optaron por dar luz verde a esta compra era meridianamente claro que era un descriterio de proporciones. No eran necesarias horas de horas de debate para saberlo.
El episodio -aunque pudiera parecerlo- no es baladí ni anecdótico. Es dañino, porque revela una suprema falta de criterio, que ha implicado una suprema pérdida de tiempo, y que sugiere una suprema desconexión con los ciudadanos y ciudadanas a los que los jueces deben servir con urgencia y velocidad. Personas que solo quieren -especialmente hoy- que la justicia llegue, y llegue a tiempo.
No se necesita para aquello ningún auto de lujo, sino sobria dedicación y, sobre todo, lúcido discernimiento.