Paula Narváez se instaló en el escenario presidencial con una rapidez y fuerza inauditas. En un tablero de ajedrez dominado por tantos meses por un alcalde UDI y uno comunista, su irrupción descolocó y rearmó el puzzle presidencial. Todo partió con una carta de apoyo de un grupo de mujeres socialistas, “Nunca más sin nosotras”. Muchas cartas así aparecen a menudo, y no pasa nada, pero acá pasó tanto. Es cierto que la firma de la expresidenta Michelle Bachelet hizo una gran diferencia. Pero también es cierto que Narváez ha comenzado a abrirse paso sin tropiezos, sin mayores resistencias ni conflictos, a pesar del ambiente hostil y descalificador que inunda hoy el debate público. Sin luchas fratricidas, los otros candidatos del PS se bajaron, desde otros partidos de oposición han expresado buena opinión, y también algunos frenteamplistas le han dado su simpatía; especialmente llamativo es que algunos que han denostado sistemáticamente todo lo que huela a la ex Concertación o Nueva Mayoría han manifestado que con Narváez sería distinto, a pesar de que ella es parte de un partido central de esos gobiernos, en los cuales ella construyó parte relevante de su trayectoria política también.
Se le critican tres cosas: no ser tan conocida públicamente (ojo: no ha ido a matinales, pero fue ¡ministra vocera!), que no aparece bien en las encuestas (como si a la centroizquierda le hubiera ido muy bien designando por esa vía), y que no se conocen sus propuestas. En el fondo, le criticaban que sólo gracias al “dedazo” de la expresidenta Bachelet estaba ahí… Es una manera de ninguneo -bastante patriarcal hay que decir-, pues implica despojar de todo mérito propio a la precandidata y al grupo de mujeres del PS que -rompiendo la lógica de los “lotes” del partido- impulsaron esta candidatura contra la corriente de los “b(v)arones” de su partido...
Pero esta semana empezó su despliegue, ya aceptada su precandidatura y ya fuera de su cargo internacional que le impedía hablar. Ha dado varias entrevistas, planteado sus posturas y desplegado su estilo de liderazgo. Se ha revelado -hasta ahora- como una feminista que, sin estridencias ni arrogancias -pero con asertividad-, propone un liderazgo transformador y, a la vez, responsable para los tiempos que corren. Ha ido mostrando también algunas de sus definiciones políticas. Haciendo un llamado a unidad opositora, fijó domicilio en el “socialismo democrático”, alejándose -habría que asumir- de posturas del tipo “rodear la convención”. Se declaró a favor del aborto, de la necesidad de mejorar sustantivamente el sistema de pensiones y planteó que lo que se trabajó en el gobierno de la Presidenta Bachelet es, en el Chile posestallido, un “desde”. Lo que ayer fue techo, hoy es piso. Y así, sin alterarse, ha abordado distintos cuestionamientos, incluido uno muy importante, aquel que ha dejado paralizada a la centroizquierda: el juicio a los famosos “30 años” (que, en realidad, fueron 20) de gobiernos concertacionistas y sus fallas. Y aquí Narváez muestra su luz propia, más allá de cualquier “dedazo”: no se ve acomplejada por haber sido parte de esos gobiernos, pero tampoco emprende una defensa cerrada que niegue los errores. No tendría por qué, por lo demás. Se ve serena explicando que puede, por un lado, enorgullecerse e identificarse con lo realizado por los presidentes de la Concertación y Nueva Mayoría y, a la vez, mirar con ojo crítico lo que faltó. Las transformaciones que quedaron a medias; lo que se hizo tarde, mal o nunca. Esa capacidad que ha exhibido Narváez de integrar, en vez de disociar, ambos relatos, puede ser una carta de triunfo. Jaque mate, quizás.
Porque ese es el duelo pendiente de la centroizquierda: terminar de hacer el proceso de síntesis de lo que resultó y de lo que no, superar el binarismo de autocomplacientes autoflagelantes, para por fin poder avanzar hacia una propuesta política de futuro. Comprender los errores pasados puede prevenir su repetición, es cierto. Pero estos años han sido para la centroizquierda una travesía en el desierto larga, extenuante y poco fértil. Un juego de repartición de culpas que -hay que recordarlo- solo le ha dado ventajas a sus verdaderos adversarios políticos: la derecha.
La política es timing, oportunidad, momento. Si Narváez logra perseverar en esa narrativa de futuro, hacer y “ser” simbólicamente esa síntesis entre lo que enorgullece y lo que avergüenza de nuestra historia posdictadura, y transforma eso en un proyecto serio y contundente, le podría devolver el éxito electoral a la centroizquierda. Y si no gana la Presidencia, le podría dar a ese sector una forma de perder que también es ganancia: con ideas, con perfil renovado, sin complejos y mirando de frente, como hizo en su video desde Puerto Montt.
No sería poco.