Columna de Paula Escobar: Ley de narcofunerales, el Estado empieza a despertar

Entierro a balazos: la temida ruta de los choferes de funerarias. Foto: referencial
Entierro a balazos: la temida ruta de los choferes de funerarias. Foto: referencial

Frente al narco no debiera haber oficialismo y oposición, sino que pura oposición a que el narco y sus negocios, prácticas y estilo de vida se impongan.



Con más de 30 balazos, disparados a metros de un colegio en Playa Ancha. Así murió, en marzo del año pasado, el “Ñaju”, Camilo Rojas Chepulich, considerado integrante de “jerarquía” de una banda local. Su “narcofuneral” hizo que varios colegios y dos universidades cerraran sus puertas en 2023. El ministro de Educación del momento, Marco Antonio Ávila, dijo que la suspensión de los colegios era “una buena decisión”, sobre todo cuando hay un “fenómeno en una población que puede poner en riesgo a los estudiantes”. La ministra Tohá lo desautorizó de inmediato, pero quedó en el ambiente una desesperanza aprendida: la idea de que, frente al narco y su transgresión, cabía poco más que adaptarse. Y encerrarse.

El mundo al revés.

Y la escena se ha repetido centenares de veces: balas, fuegos artificiales en el cielo, cierres de calles, bombas de ruido, procesión por distintos lados, por varios días. Hubo 1.800 narcofunerales entre mayo de 2019 y noviembre de 2023. A vista y paciencia, los narcofunerales son uno de los símbolos más corrosivos de que no habría fuerza, desde el Estado, para oponerse a que la vida de todos se altere por los narcos y su cultura. Iniciativas como la demolición de casas narco (alcalde Carter) o la demolición de narcomausoleos (este gobierno) fueron bien evaluadas por las personas, no tanto por su impacto directo en el combate al narco, sino por su gran poder simbólico. Frente al “entreguismo” -personificado en los dichos del exministro Ávila- estas iniciativas mostraron coraje, interés y energía por luchar.

Pero más allá de lo simbólico -por importante que es- hay que avanzar en medidas permanentes, que no dependan de iniciativas individuales, sino que se transformen en políticas de Estado, sea quien sea el que gobierne. Frente al narco, no debiera haber oficialismo y oposición, sino que pura oposición a que el narco y sus negocios, prácticas y estilo de vida se impongan. Hay que oponerse todos a que los niños y niñas sigan viendo que los narcos tienen el poder de suspenderles las clases cuando se les plazca (y que, entonces, aprendan que no es tan importante seguir las reglas ni ir al colegio).

Por eso es muy importante que esta semana se haya aprobado por 128 votos a favor, dos abstenciones y ningún voto en contra, la ley que regula los narcofunerales y todos aquellos que representen un riesgo para la seguridad y el orden público, reduciendo a 24 horas el plazo máximo para realizar la inhumación, además de disponer la aplicación del máximo de la penalización existente cuando haya uso de armas, fuegos artificiales, consumo de alcohol y drogas, saqueos, entre otras medidas.

Esto da más “dientes” para regular los narcofunerales, pues hoy no se les puede impedir que decidan su recorrido, sus plazos, sus prácticas invasoras y amenazantes. No es la “bala de plata” que solucione todo, y por cierto falta ver cómo serán los reglamentos e implementación de esta ley: quizás se quedará “corta” y habrá que hacerle los cambios necesarios si es así. Sin embargo, su aprobación es una muy buena señal. Primero, porque se haya alcanzado este nivel de acuerdo, prácticamente unánime, pese al clima enrarecido y adversarial que reina hoy en el Congreso y en la política. La seguridad -y tantas otras materias- debe salir de la “grieta” política, pues hay que generar nuevas y más poderosas herramientas que servirán de aquí en adelante, sea quien sea quien gobierne mañana. En segundo lugar, porque muestra un Estado que despierta frente al avance del narco y del crimen organizado, con medidas tangibles que se podrán ver en terreno. A menudo las legislaciones en materia de seguridad -por muy relevantes que sean- no logran ser valoradas por las personas al no ver su despliegue en la realidad cotidiana. Esta medida será visible y concreta. Y debería inaugurar una serie de medidas adicionales de ese tipo, en que se note en el terreno la fuerza que el Estado puede desplegar frente al crimen. Imprescindible, por ejemplo, es que la Ley de Infraestructura Crítica (y de Reglas de Uso de la Fuerza) vea la luz pronto, de modo que los Cesfam, hospitales, colegios puedan ser declarados como infraestructura crítica, y militares puedan colaborar -en un perímetro determinado- en su custodia, como tantos alcaldes de distinto signo político han pedido. Es una medida acotada, definida, en que los militares proveerán más seguridad y tranquilidad a quienes hoy están aterrados de ir al Cesfam o al colegio. Que ya haya baleos dentro de los centros de salud, o que niños y niñas tengan que aprender a tirarse al suelo si hay un baleo afuera, muestra que los riesgos de no tomar esta medida ya son más altos.

La brutal realidad del crimen organizado impone tomar medidas más audaces y el gobierno no debe temer tomarlas.

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