La confesión de Rodrigo Rojas de que nunca tuvo cáncer, es la gota que rebalsa un vaso ya rebalsado. Un escándalo y defraudación de la fe públicas sin precedentes de la Lista del Pueblo, que emergió en la vida pública con fuerza inusitada. De cero a todo. De desconocidos a casi hegemónicos. De la calle a la Convención, sin paso intermedio.

Su épica independiente, de calle y diversa, la singularidad de sus métodos para hacer su campaña pero, sobre todo, su éxito electoral, los catapultaron al podio, en medio de la debacle de los partidos tradicionales. Entre lo que parecía ruina, fueron la flor: eran los que sí conocían las necesidades, sueños y miedos de las personas. Y se erigieron como grupo sin mácula alguna; en ese sentido, como los justicieros de aquel mundo que vinieron a reemplazar. Desde que ganaron 27 escaños en la convención constitucional, la mayoría adquirió un tono ganador y bastante excluyente, de quien tiene pocas dudas respecto a su visión profética sobre el destino hacia el cual transitar y acerca de los métodos para lograrlo.

Aunque no querían nada con los partidos políticos de ningún tipo, algunos de estos insistían en buscar su favor a toda costa. El PC, para partir. Porque el reino de la LdP fue aceptado acríticamente por varios partidos y políticos. No se cuestionaba prácticamente nada de su discurso ni de sus ideas ni sus métodos. Un respeto casi reverencial rodeaba los comentarios sobre ellos. Incluso cuando, en el inicio mismo de la Convención, algunos de sus miembros provocaron situaciones tensas que pusieron en riesgo el comienzo de ese trabajo, persistía la idea de que era un grupo que estaba por sobre las fiscalizaciones o escepticismos que se deben tener sobre cualquier grupo de poder.

Fueron idealizados.

Y por eso la caída ha sido más estrepitosa. En dos meses, esta ha sido una tragedia o una teleserie, una cuyos capítulos no terminan nunca. Con todo el viento a favor, quisieron crecer hacia las ligas presidenciales y parlamentarias, pero sin mancharse haciendo institucionalidad. Y, por cierto, sin las fiscalizaciones legales, justamente diseñadas para evitar fraudes, corrupción, irregularidades; en fin, todo lo que seres humanos pueden hacer, especialmente en situación de poder.

Pero eso no era para ellos: las instituciones están devaluadas, eso era (¿es?) parte central de su narrativa. Tan idealizados como estuvieron ellos, devaluadas (están) las instituciones, partiendo -pero no solo- los partidos políticos.

El primer acto de la debacle de la LdP partió con deserciones de convencionales, no cómodos con estos apetitos por nuevas conquistas electorales. Siguieron denuncias por pagos a parientes en el marco de la campaña… En el segundo acto, la pelea por cómo se designaría la candidatura presidencial. Una opereta o sainete en twitter, cuentas robadas, claves abducidas. Un ninguneo nada de republicano, nada de digno, a Cristián Cuevas, a quien ungieron y bajaron rápidamente como candidato presidencial. El tercer acto -en curso- terminó con las firmas falsas del pre candidato Diego Ancalao, ante notario muerto (y que aunque hubiera estado vivo, no habría podido a recibir a 6.6 personas por minuto…). La fiscalía pondrá luz a un escándalo mayúsculo, sin precedentes.

Así, esta semana terminó de evaporarse la Lista del Pueblo en la Convención. Diecisiete de ellos se constituyeron en un nuevo grupo llamado Pueblo Constituyente, con foco solo en el trabajo en la Convención. Pero aún faltaba un cuarto acto, algo quizás peor: Rodrigo Rojas, el icónico líder, reconoció que mintió sobre su cáncer, frente a una investigación periodística de La Tercera.

Este es un caso de estudio, como se ha dicho reiteradamente. Sus líderes deberían reflexionar acerca de algo obvio pero no por ello menos cierto: es más fácil destruir que construir. Atacar las instituciones, sobre todo si son consideradas “establishment”, hoy es costo cero. Crear unas mejores, o defenderlas sí que es costoso e impopular. Y, más costoso aún, es crear instituciones que perduren más allá de las personas. Que, con todas las imperfecciones que puedan poseer quienes las integren, provean continuidad histórica, un marco que de certezas y reglas, un espacio de estabilidad dentro de un mundo -y un país- en cambio vertiginoso.

Más allá de la honda reflexión que les cae a los líderes de la LdP, hay una reflexión pendiente para quienes idealizan lo que representan ellos, mientras devalúan el “sistema” y la “institucionalidad”. El encandilamiento daña a quien se busca exaltar, -ha quedado comprobado una vez más- pues les hace inmunes a sus considerar sus propios límites y puntos ciegos. Para qué decir cuánto daña la devaluación sostenida y sistemática: confunde los errores de las personas con la ruina (¿o fin?) de la institución.

Y así nos hemos ido en Chile, entre idealización encandilada por lo nuevo y la devaluación implacable de lo antiguo. Pero son dos caras de una misma medalla.

Son anteojos que impiden mirar con justicia y que distorsionan la realidad. Así alejan cualquier posibilidad de pensar el futuro con una cierta lucidez, independencia y libertad.