No cabe duda de que la frase “no puedo respirar”, del ciudadano afroamericano George Floyd antes de morir, se convirtió en un símbolo de la lucha por la igualdad racial en su país. Pero su grito tiene también otro eco: “Estoy vivo, quiero respirar para seguir viviendo”. Eso es lo que viene como un tiempo de desafío mayor para la humanidad y para nuestra realidad, tanto en este continente como en nuestro país. La atmósfera económica y social se hará sofocante; para muchos, parecerá casi imposible respirar en medio de carencias, de retrocesos en las condiciones de vida, de cesantía y pobreza, y en algunos casos incluso de hambre. A ello se suman cuestionamientos a las instituciones, demandas de cambios políticos y no pocas expresiones indignadas.
Y ante este escenario surgen las preguntas: ¿Cómo seguiremos después de esta pandemia? ¿Cuánto durará la crisis y hacia dónde debemos salir? A estas alturas, está claro que en casi todo el mundo se perderá mucho de lo avanzado. De acuerdo a un estudio de las Naciones Unidas, la pobreza podría llegar a afectar a 500 millones de personas más de las existentes en la actualidad, es decir, a un 18% de la población mundial. Sería la primera vez desde 1990 en que los índices de pobreza aumentan.
La pandemia desnudó la realidad que se venía incubando: la desigualdad y el hacinamiento en nuestras ciudades -en parte disfrazadas, tanto en los países desarrollados como en los nuestros- se evidencian ahora en toda su crudeza y sus derivaciones permanecerán más allá de la coyuntura sanitaria.
Por eso, el principal foco de las políticas públicas y privadas a futuro debe concentrarse en reactivar la economía, para volver a poner de pie a nuestros países y disminuir, tanto como sea posible, las dramáticas proyecciones anunciadas. Y es allí cuando, desde diversos sectores, asoma la inquietud sobre el modelo de economía y sociedad a construir.
La respuesta, necesariamente política, está en el multilateralismo: es la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Mucho antes de la pandemia, en septiembre de 2015, la Asamblea General de las Naciones Unidas acordó 17 metas para el año 2030, las cuales están reunidas en un documento con ese nombre. El texto hace “un llamado universal para poner fin a la pobreza, proteger el planeta y garantizar que todas las personas gocen de paz y prosperidad” al llegar a esa fecha. Promueve un crecimiento económico sostenible, inclusivo y equitativo, con fuerza en la innovación productiva, creando mayores oportunidades, guiados por la meta de reducir las desigualdades sociales.
Si el 2015 el “hambre cero” se fijó como área prioritaria en los 17 puntos, hoy con mayor razón es la meta a la que todos los países deben apuntar. Según la FAO, los más de 820 millones de personas que terminaban el día con hambre antes de la pandemia pueden llegar a duplicarse a fines de este año. Es urgente, por tanto, actuar rápido y proporcionar alimentos a aquellos sectores más expuestos de la población.
En coherencia con las aspiraciones explícitas de las nuevas generaciones, la Agenda 2030 llama a enfrentar con decisión el cambio climático, proteger nuestros océanos, crear nuevas fuentes de energías asequibles y no contaminantes -como la del hidrógeno- y asegurar la disponibilidad de agua limpia y saneamiento para todas las personas. También propone repensar el diseño de las ciudades y su interconexión.
Por eso, los ODS deben transformarse en referentes y metas para movilizar la financiación y rescate de las economías nacionales, y evitar la proliferación de crisis sociales y económicas después de la pandemia. Cada peso, cada dólar, cada inversión que se haga en determinado proyecto, debe pasar por esta regla de evaluación y ser aprobada solo si contribuye a las metas del desarrollo sostenible, en un mundo que sufrirá transformaciones profundas.
Un ejemplo de ello puede ser que, luego de esta crisis, toda vivienda, por modesta que sea, contemple un espacio para el teletrabajo y conexión a internet. Esta nueva forma de producir que se ha masificado en estos días, llegó para quedarse y, más allá de ciertos cuestionamientos, emerge como una oportunidad para que muchos puedan trabajar desde sus hogares, fortaleciendo el tejido social de familias y comunidades.
¿Quiénes apoyan esta agenda? Todos los países. Ya en 2015 se veía que la globalización no podía seguir el rumbo que había tomado. Es decir, aquí en la América Latina, más allá de las diferencias ideológicas y de modelos de desarrollo, existe un consenso desde el cual buscar la acción común. Es el momento de pensar cómo aplicamos esos objetivos en la región y cómo acordamos una metodología concreta para definir aquellos proyectos que van en el interés de todos. Es clave entender que frente al mundo que viene, debemos gestar acciones compartidas, más allá de que cada país elija su forma de avanzar. ¿Acaso no deberíamos pensar que el “triángulo del litio”, integrado por el salar de Uyuni en Bolivia, el salar de Atacama en Chile y el salar del Hombre Muerto en Argentina, llama a articular formas modernas de integración y una política compartida de defensa de este metal?
Lo hemos dicho: ningún país puede superar esta pandemia ni sus consecuencias por sí solo. Establecer una alianza regional es un imperativo que va en el interés de todos. Por ello, es urgente una reunión multilateral de la América Latina en torno a la Agenda 2030. Allí están las pautas del futuro, de una nueva visión del desarrollo posible de alcanzar tras la pandemia. Y hay que hacerlo ya, antes de que la realidad nos ahogue.