Desde que México asumió la presidencia pro tempore de la Comunidad de Estados Americanos y del Caribe (CELAC), en 2020, el Canciller Marcelo Ebrard se ha esforzado por mantener viva a la entidad, no obstante la crisis que la cruza desde los últimos años, derivada de la carencia de una política exterior regional común para hablar con el resto del mundo. Para ello, Ebrard ha optado por impulsar aquellos temas que no generen mayores confrontaciones ideológicas y, en cierta forma, ello ocurrió en la XXI Reunión de Cancilleres de este organismo, celebrada recientemente de manera presencial. Se habló de la pandemia, de impulsar un fondo para afrontar contingencias y desastres y un grupo de países –encabezados por Argentina y México– suscribieron un documento de trabajo para crear una Agencia Latinoamericana y Caribeña del Espacio. Ya veremos que opinan de ello los Jefes de Estado de CELAC que, se supone, se reunirán en México a mediados de septiembre.
No cabe por cierto estar en contra de esos esfuerzos. Pero la realidad mundial y los cambios de la era digital nos reclaman una articulación mucho más potente, aspirar a ser más. Y no estamos en eso. Brasil ya no participa de CELAC y es, junto a Argentina y México, parte del G20. Sin la coordinación de estos tres países para llevar la voz de la región a ese foro de alcance global y con las economías más grandes y ricas del mundo, seremos irrelevantes. La pregunta es: si están pasando tantas cosas en un mundo en transformación profunda, ¿por qué hemos optado por quedarnos al margen?
Sólo dos semanas antes de esa cita latinoamericana en México, se reunieron en Venecia los ministros de Hacienda y directores de los bancos centrales del G20. Y allí se acordó, ni más ni menos, crear un impuesto global mínimo para las empresas transnacionales que facturen más de 20 mil millones de euros y que obtengan una utilidad sobre el 10% antes de pagar impuestos, independientemente de donde tengan su sede. Se excluyó de este impuesto a las industrias extractivas y los servicios financieros regulados.
La base teórica de esta tasa, expuesta en el documento Cómo abordar los desafíos fiscales derivados de la digitalización de la economía, redactado por la OCDE y economistas del G-20, es resultado de la globalización de la economía mundial. La propuesta busca que el impuesto se pague, no en el lugar donde la empresa tiene registrada o acredita su dirección comercial, sino que en el territorio donde genera la renta. Esto implica un cambio enorme en el sistema tributario mundial y obliga a los países del G-20 a concordar un cobro porcentual equivalente para todos. Algunos dicen que debería ser el 15% sobre la utilidad del 10%, y otros, como Argentina y Francia, sugieren aumentarlo al 25%. La decisión final sobre este impuesto transnacional se adoptará en la próxima reunión del G20, en octubre.
Gravar y pagar el impuesto donde se genera la renta es un cambio histórico. En primera instancia, evitará que las multinacionales –principalmente las gigantes digitales– se alojen en paraísos fiscales y evadan impuestos. También generará una redistribución impositiva más justa y estable, de acuerdo a las utilidades obtenidas en cada país. De esta forma, las principales economías del mundo reconocen su interdependencia en este plano y se hacen cargo de las consecuencias de la digitalización económica. Se abandona el concepto de “soberanía tributaria de los países” porque las empresas transnacionales operan más allá del concepto del Estado–Nación. A partir de ahora, los países deberán ordenar y coordinar sus acciones para hacer frente a estas entidades, que juntas generan la mitad de las ganancias mundiales.
Pero este cambio de época tan concreto llega cuando América Latina ha dejado de coordinarse para actuar en estos escenarios globales. No existe el diálogo necesario entre los tres países que nos representan en el G20 y es difícil que ocurra de aquí a octubre, para la cumbre de esta entidad. En el pasado, los líderes regionales acostumbraban a tener una conversación franca y distendida antes de la reunión del G20 para definir un camino común; hoy eso es muy difícil. Probablemente, los tres países regionales integrantes del G20 expondrán sus visiones de manera separada y desarticulada. ¿Pero no sería más lógico, por ejemplo, tener antes un debate en el ámbito latinoamericano sobre si estamos o no de acuerdo con el aumento al porcentaje del impuesto como lo propone Argentina?
América Latina debe asumir la diversidad de sus gobiernos y lograr una coordinación mínima para hacer frente a estas tareas supranacionales. Actualmente, la digitalización y la globalización económica, junto a las nuevas prácticas que la pandemia trajo a la educación, el trabajo y los métodos productivos, hacen inevitable el surgimiento de nuevas reglas que superen las fronteras. Ahí se inscribe esta propuesta de impuesto global. Si en el siglo XIX las nacientes naciones americanas coordinaron criterios para modificar el sistema tributario heredado del dominio español, hoy se hace urgente superar nuestras diferencias y formar parte de la discusión del naciente sistema impositivo planetario.
Si nos quedamos al margen, el costo político será profundo. Nuestro destino será asumir las medidas que adopten los países más grandes y lejanos, marginándonos del proceso y perdiendo soberanía en materias económicas. Se anuncia para septiembre un amplio encuentro de mandatarios en México, el primero después de mucho tiempo. Ojalá allí se reactive esta coordinación esencial, para actuar en los verdaderos escenarios donde se está jugando el devenir del siglo XXI.