No debe extrañarnos que tanto la elección presidencial en Bolivia como el plebiscito realizado en Chile se hayan constituido en noticias de fuerte alcance internacional. Es lógico que haya sido así. En el país altiplánico se expresó con fuerza el deseo de transformaciones profundas, donde los avances sociales articulen la modernidad con las raíces culturales de sus pueblos originarios. En Chile, la alta participación en el proceso demostró la voluntad democrática de su pueblo y el firme propósito de instalar un diálogo ciudadano capaz de restablecer las confianzas en las instituciones. Pero, por encima de todo, los chilenos llamaron a dejar atrás ese tiempo donde cada paso hacia la recuperación democrática hubo que darlo cuesta arriba, enfrentando la mole constitucional heredada.

Ambas fiestas democráticas han tenido lugar no obstante un escenario complejo y adverso. Allá y acá, fue necesario postergar meses atrás el momento de la expresión ciudadana, castigados nuestros países latinoamericanos por la peor pandemia de los últimos cien años, con el consiguiente impacto de los efectos sociales y económicos que recién comienzan a mostrar su magnitud. Pero, no obstante esa realidad, la fuerza de la voluntad popular y la sorpresa de las cifras entregan una nítida hoja de ruta para orientar la marcha hacia el futuro.

La eficiencia en llevar adelante el proceso electoral en Chile bajo estrictos protocolos sanitarios, con un 25% más de locales de votación, mesas al aire libre, distanciamiento social entre cada votante y uso permanente de mascarillas determinaron un escenario donde siete millones 400 mil ciudadanos sintieron que debían participar en esta decisión de futuro, con la emoción de ser parte de un momento histórico. Todo eso significó un respiro para el contexto de crispación aún tan fuerte en nuestro devenir político. Además, la alta participación de muchos jóvenes -principales protagonistas de las últimas manifestaciones sociales- encendieron luces de esperanza y optimismo para el desarrollo de nuestra democracia. Es que se rompió con la costumbre. La costumbre de estar regidos por una pétrea Constitución que les permitía a sus adeptos oponerse a cualquier posibilidad de cambio. Ese día se puso de manifiesto que la sociedad chilena ya no soporta una Constitución que solo representaba a unos pocos.

Ahora el desafío es enorme y doble. Tras la lección de abril donde se elijan los convencionales propuestos por los partidos políticos y la sociedad civil, comenzará sus trabajos la asamblea constituyente. Al mismo tiempo, la ciudadanía continuará sufriendo las consecuencias de una pandemia que hace estragos, y que podrían proyectar la pobreza hacia los dos dígitos, afectando profundamente a la “clase media” por la caída de sus ingresos. Por eso, mientras pensamos en una nueva Constitución, el Estado debe preocuparse por reactivar la economía, abrir la billetera fiscal, aprovechar la capacidad de mayor endeudamiento que tiene Chile y enfocar el gasto en inversiones que produzcan una mejora en nuestra calidad de vida y fortalezcan un sistema de protección social. No es momento para la austeridad y las acciones deben responder a las demandas sociales existentes, para fortalecer las confianzas que se comienzan a ganar.

Y es aquí donde aparece el desafío de comenzar a practicar una democracia más participativa. No hay razones para no consultar más a los ciudadanos ni crear los espacios digitales donde estos expresen sus ideas y aspiraciones. Las redes están llamadas a entregar información oportuna, seria y entendible desde dos ámbitos: las ideas que se estén manejando en la asamblea constituyente y las políticas públicas que el Estado ponga en marcha para entregar protecciones y apoyos en la crisis. Cabe usar todo el espectro de herramientas digitales en este nuevo proceso, ellas pueden permitir a la autoridad escuchar las demandas ciudadanas, explicar las políticas que se están tomando por parte del Estado y propiciar la construcción de un diálogo más transversal y horizontal entre las instituciones políticas y la sociedad. A través de ellas se pueden observar los principales focos de carencia económica y concentrar ahí los esfuerzos que se hagan.

Debemos darnos cuenta de que ello es parte de los tiempos. En esta América Latina donde los gobiernos olvidaron la extensa tradición del diálogo permanente entre los presidentes, la pandemia generó desde los espacios académicos, políticos y de la sociedad civil una inesperada práctica de “integración latinoamericana digital”. Ya se tornó habitual el encuentro en plataformas como Zoom de economistas, líderes femeninas, dirigentes políticos, excancilleres, líderes juveniles, expresidentes, diplomáticos, representantes sociales, funcionarios internacionales. Y en todos esos foros domina una idea: queremos otra democracia. Más claro aún: es esencial una democracia nueva, capaz de acoger las demandas ciudadanas del siglo XXI. Pero lo nuevo, por cierto, se hace también mirando la historia y asumiendo tantos esfuerzos y luchas por llegar a este momento. Las voces del pasado y del presente deben converger para construir desde la experiencia un mejor futuro democrático. Por ello, es inaceptable excluir a aquellos que en el pasado lucharon para llegar a este momento donde se construirá un nuevo orden institucional.

Las ideas están, las urgencias son nítidas. No se puede esperar ni un día más para construir, aquí y allá, un país más solidario, más justo y en el que todos seamos iguales en dignidad.